Es difícil saber a qué se enfrenta uno cuando está por ver Dos más dos, puesto que aunque en su planteamiento y en sus primeros minutos parece que estemos por asistir a un drama médico, cargado de lagrimones y escenas de desespero bajo la lluvia; lo que finalmente vemos es la típica película que le hubiese gustado hacer a Woody Allen si fuera argentino (mantenga por un momento la imagen de un verborréico Allen pero con acento argento y luego prosigan leyendo).
Quizás con esta película se hayan conseguido reunir todos los elementos que mejor identifican el cliché del cine argentino: los problemas emocionales, el psicoanálisis y el sexo. Es por eso que este tridente transforma a la perfección a Dos más dos en el entretenimiento perfecto para señoras que han dejado a sus maridos en casa para disfrutar de algo cultural y echar unas risotadas.
Lamentablemente, poco hay que exaltar de esta película, únicamente la labor de Adrián Suar como el personaje excéntrico que más sentido común tiene que aportar a la trama. Y es que, lo que tal vez sea más incomprensible de todo esto, es el viaje que sufren los personajes durante el metraje, dónde Adrián y Emilia, deciden intercambiar parejas, bajo el consejo de Richard y Betina, prometiendo lo que podría ser un crecimiento de los personajes protagonistas, para quedarse ambos totalmente estancados en su crecimiento como tales.
Por eso precisamente nos encontramos ante una película vacía y carente de sentido frente a la premisa que presenta en primera instancia. Eso sin mencionar el continúo gusto de su director, Diego Kaplan, en hacer un encadenado tras otro como si detrás de cada situación cayera el telón una y otra vez, alguien debería explicarle el uso de tal herramienta de transición cinematográfica y que dejara de usarla ipso facto.