Revista América Latina

Golazos: Oscarine Masuluke

Publicado el 05 diciembre 2016 por Javier Montenegro Naranjo @nobodyhaveit
Imagen: goal.com

Imagen: goal.com

Muy poco supera la magia de marcar un gol en los últimos compases del partido. Ni la humillación de una goleada, ni la remontada épica –a menos que esta tenga un gol en el noveintitanto–. Ese chutazo de adrenalina sin tiempo para mitigarse clasifica como uno de los nirvanas del fútbol.

Si a eso sumamos una acrobacia, un error de la defensa, un rebote del portero a un disparo sencillo, o esa sensación de que te van a encajar un gol y se va a ir todo a la mierda (esa idea de tener un sexto sentido para saber cuándo nos van a anotar y que solo puede llamarse miedo), el gol adquiere unos matices mucho más dramáticos.

Quizás el ejemplo en que todos estén pensando sea en Sergio Ramos. Si el Madrid está debajo en el marcador por un gol, si el minuto noventa ya está corriendo o si estamos en el descuento, si está a punto de cobrarse un libre directo o un córner, si Sergio Ramos está en la cancha, y si el Real Madrid se está enfrentando a un rival especial, se activa una función en el universo donde Ramos es una constante universal necesaria para lograr el empate. Cuando todas esas variables coinciden, es lógico que nuestro sexto sentido se active, que sintamos miedo, y para qué engañarnos, es bueno estar preparados para lo peor. Centro de Luca Modric y gol de cabeza de Ramos. Es terrible. Ese segundo y tanto en que el balón está en el aire y prolonga el aterrizaje en la cabeza del 4 del Madrid es eterno, porque todos sabíamos, antes del cobro de Luka, el final de la hisoria.

Pero este post no va del gol de Ramos. Hay otro gol en las postrimerías del partido que causó furor esta semana.

Cuando el Liverpool iba por delante 1-3 en el marcador en su visita a Bournemouth, tras el golazo de Emre Can al 64, nadie pensó en una posible remontada. Nadie. Ni Jürgen Klopp, ni Ryan Fraser (2-3), ni Steve Cook (3-3), ni Nathan Aké (4-3), ni los once mil ciento ochenta y tres fanáticos presentes en el Vitality Stadium. Y como el fútbol es un deporte de ingratos, el gol de Aké será el que más recuerden los fanáticos, por ser el de la victoria, y por haberlo anotado en el 93. Atrás quedan el penal anotado por Wilson, el hermoso contrataque que culminó a trompicones Ryan Fraser –su primer gol en par de temporadas con el equipo–, el espectacular control de balón de Steve Cook para enviarla de volea al fondo de las redes –ajustada al palo– sin dejarla tocar el césped. Incluso el disparo lejano de Steve Cook que propició el error de Loris Karius podría quedar en el olvido. O peor, que al primer rechace del portero, Aké la tiró contra el meta, ya vencido en el suelo. Solo importa el gol, la redención, el final de la remontada, el inicio de la histeria colectiva.

Pero este tampoco era el gol del que quería hablarles.

Ttreinta de noviembre. Liga sudafricana. Jornada once. Minuto noventa y seis. El Baroko F.C. está perdiendo ante su afición. El tiempo se ha cumplido pero el árbitro concede un córner a favor de los locales. Está 0-1. Todos suben a rematar, incluido el guardameta. Sacan el córner y el cancerbero, el que está defendiendo su área, despeja con un puño como puede. Todo parece estar en calma, el balón se aleja, casi está fuera del área. Solo Oscarine Masuluke, el guardameta del Baroko, que ha subido a buscar un milagro, persigue el rechace. Le acompañan tres defensores, por puro trámite porque, seamos sinceros, qué puede hacer un portero de espaldas al arco. Sencillo: saltar y pegarle de chilena para ahorcar al meta rival y clavarla por toda la escuadra. ¿Queda tiempo para algo más? Sí, para celebrar con un baile en el banderín del córner.


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