Revista Cine
Mi día inició con Alitas (México-GB, 2009), cortometraje de 12 minutos de Gabriela Palacios, un modesto filme sobre la relación fraternal de dos hermanitas que viven al lado de su abuela, en algún pueblito mexicano. La niña menor está obsesionada por comprarse unas alitas de ángel y cuando no puede hacerlo, buscará la manera de hacerse de unas. Un ejercicio simpático y nada más.
Somos lo que Hay (México, 2010), de Jorge Michel Grau, recibió algunas de las reacciones más apasionadamente negativas que he visto en el Festival por parte de varios de mis colegas. A mí, la verdad, no me molestó tanto, aunque no dejé de ver la cantidad de problemas que tiene la ganadora del concurso de operas primas del IMCINE y el CCC.
Escrita por el propio cineasta debutante, la película inicia como una versión mexicana de Six Feet Under (el padre muere, la madre se vuelve histérica, los dos hijos y la hija tienen que seguir con la tradición familiar, uno de los muchachos es gay) pero luego se convierte en un viaje gore por El Castillo de la Pureza (Rispstein, 1973), con todo y el incesto incluido. El McGuffin de la trama es que la familia antes descrita es de caníbales y que cazan a quien se deje (niños de la calle, prostitutas, gays) para hacer con ellos un rito que tiene que ver con comérselos literalmente a mordidas. El tono de la película nunca llega a establecerse con claridad, pero las escenas finales de violencia y gore desatados son ejecutadas con un vigor que no son comunes en el cine nacional. Grau sugiere la violencia a través de un competente manejo del encuadre pero también se atreve a mostrar de qué manera le arranca un personaje a otro la nariz a mordidas, hay incisiones de los cuerpos ensangrentados en primer plano y muertitos al por mayor en el desaforado desenlace. En algún momento, la cinta me dio asquito lo que, de alguna manera, quiere decir que funciona.
Lo malo es que la película tiene, también, varios errores de continuidad, los actores son más bien irregulares y la música subraya demasiado lo que vemos en pantalla. De cualquier forma, si Grau se disciplina, puede ser que en su futuro se encuentre una decente película de zombies caníbales.
Muñecas (México, 2010), trabajo de tesis del egresado del CCC, Miguel Salgado, es un corto de 25 minutos de duración que trata el dificil tema del abuso sexual infantil en el seno de la propia familia nuclear aparentemente idílica. Salgado dirige con seguridad y la niña protagonista, Meraqui Rodríguez, es todo un descubrimiento. El desenlace es, creo yo, un tanto cuanto anticlimático pero de todas formas se trata de un sólido ejercicio escolar que merece atención.
En contraste, El Mar Muerto (México, 2010), de Ignacio Ortiz, merece otra cosa que no anotaré aquí porque luego me regaña Paxton por mis exabruptos. En cierta noche trágica, en alguna ciudad de México -evidentemente es Oaxaca-, un grupo de personajes cruzan sus destinos: un boxeador apodado "el asesino de Tlatelolco", un par de hermanas prostitutas llamada María y Magdalena -es en serio-, una mesera que le tiene miedo a todo lo que se mueva, un sacerdote que no quiere aceptar narcolimosnas y que como castigo le mandan una cabeza de "recuerdito", unos cuicos buenos para nada que se llevan patrullando sin intervenir un solo momento y un viejito -que luego sabremos que es papá del boxeador- que vive solo en alguna casucha, expiando sus pecados y tratando de olvidar un crimen bíblico que cometió cuando era joven.
Los personajes son chocantes y lo que les sucede más: el boxeador es orinado en la cara por una muchacha, como castigo, por no ganar su pelea; el cura se lleva a la prostituta Magdalena para "desogarse" y al rato sin decir agua va se cuelga nomás porque sí; el boxeador mata a la otra puta, María, en un arranque de mal guión y cuando Magdalena va tras él para matarlo, le dice que le dispare, que es lo justo, que se lo merece, y le echa un choro tan mareador que Magdalena mejor se pega un tiro ella misma antes de morir de aburrimiento; la mesera se deja violar por el dueño del cafetín, un chino lamentable y lamentador; y mientras todo esto sucede, un grupo neocristero, "Los chichimecas", cortan la luz eléctrica de la ciudad mientras gritan arengas harto trascendentes ("¡Viva Cristo Rey!", "¡Mueran las putas!", "¡Viva el Arcángel Gabriel!", "¡Viva el presupuesto federal que nos permite hacer estas películas que nadie va a ver!").
Al final, todo tendrá sentido (es un decir): las culpas transferidas/aceptadas se develarán cuando el viejito del inicio (Don Mario Almada, nada menos) le confiese a su hijo (al boxeador encarnado por Joaquín Cosío) cierto secreto familiar. Ya libre de esa culpa, el papá será cargado en brazos por el hijo, quien lo levantará en vilo y caminará literalmente sobre las aguas de una laguna oaxaqueña. Que alguien le diga a Sokurov que él no tiene la culpa de esta pedantería monumental. No vaya a ser que se pegue un tiro.
Menos mal que, para quitarme el mal sabor de boca, vi a continuación el vital y muy divertido filme documental Vuelve a la Vida (México, 2009), opera prima en solitario de Carlos Hagerman, pues el cinesta ya había codirigió con Juan Carlos Rulfo esa obra maestra llamada Los que se Quedan (2008).
Vuelve a la Vida surgió de un accidente: Hagerman fue a Acapulco a hacer un documental sobre los tiburoneros y en su lugar se encontró con la leyenda de Hilario Martínez Valdivia, "el Perro Largo", un buzo, nadador, pescador y mujeriego que conquistó, por allá en los años 50, a una despampanante top-model a la que llamaba, de cariño, "La Jirafa". La señora, Robin Sidney, sigue vivita, coleando y contando anécdotas de su marido, que le enseño a bucear a los tres hermanos Kennedy y a Johnny Weissmuller, ahí nomás pa'l gasto.
Hagerman entrevista a Robin, al hijo de ella e hijastro del "Perro" John Grillo, y a los tres hijos de la pareja Robin-Hilario, además de amigos, compadres y demás fauna de acompañamiento de ese hombre cuya idea de festejar el año nuevo era sacar un chico escopetón para tirar balazos a lo baboso, que nomás para demostrar que podía hacerlo cazó una enorme tintorera que tenía asoladas las playas de Acapulco y que ya tenía dos mujeres y ocho hijos antes de conquistar, increiblemente, a esa muñequita de sololoy que fue Robin Sidney de joven.
La galería de personajes es inolvidable y la empatía de Hagerman con ellos no se discute -se ve que algo aprendió con Rulfo-, aunque, al final de cuentas, hay otro gran personaje que termina emergiendo al final del filme. Me refiero a John Grillo, el hijastro de Hilario y coproductor de la cinta, un gringo pecoso "caga-leche" por fuera pero inevitablemente mexicano por dentro, quien llegó a Acapulco a los tres años de edad y que tuvo que aprender a decirle "papá" a ese hombrón moreno, dicharachero, bravucón y alcohólico que, de todas formas, todo mundo recuerda con un cariño que se siente genuino. Vuelve a la Vida podría ganar el Mayahuel a Mejor Documental, si no se estuviera por ahí Perdida (García Besné, 2010), que vi posteriormente, o Presunto Culpable (Hernández y Smith, 2009), que todavía no he visto.
Y a propósito de papás legendarios: Pecados de Mi Padre (Argentina-Colombia, 2009), documental de Nicolás Sentel, es la sentida búsqueda de la expiación y la reconciliación, más allá de la sangre, los rencores y los muertos. El hijo del celebérrimo capo Pablo Escobar, Sebastián Marroquín, decide hablar no sólo frente a la cámara sobre su papá y su familia, sino dar un paso insólito: pedirle perdón a los hijos del Ministro de Justicia Lara Bonilla y el candidato presidencial Galán, quienes fueron las víctimas más famosas de su padre, a mediados y finales de los años 80, cuando Pablo Escobar decidió combatir frontalmente al Estado colombiano.
Ver Pecados de Mi Padre es verse en una especie de espejo deformado: lo que sucedió en Colombia está empezando a suceder aquí en México y a pasos agigantados. Más allá de la enorme carga ética de la cinta -el clímax es el encuentro del hijo del asesino con los hijos de las víctimas-, Pecados de Mi Padre funciona también como un emocionante reportaje histórico, construido a través de un preciso manejo de la información y una sabia elección del montaje.
Más o menos en este mismo tono transcurre Voces del Subterráneo (México, 2009), de Boris Goldenblank, sobre los 65 mineros muertos en Pasta de Conchos, en febrero de 2006. Lo malo es que la película no trasciende más allá de lo que, por desgracia, sabemos: que la compañía Minera México no invirtió en seguridad para sus trabajadores -sale más barato pagar multar y si alguien se muere se le entierra y ya-, que el gobierno de Fox fue cómplice al hacerse pendejo en el mejor/peor estilo de su "¿Y yo por qué?" y que la pérdida de esos 65 hombres dejó una huella imborrable en las madres, esposas, padres, hermanos, que aún hoy luchan por conseguir los cuerpos de sus familiares para darles cristiana sepultura.
El momento cumbre del filme llega al final, cuando una llorosa mamá le dice al retrato de su hijo: "Ya no te voy a llorar en un rincón". Y ustedes saben de lo que es capaz una mujer mexicana -y madre por añadidura- cuando se decide hacer algo.