Hace un tiempo, no mucho, que en Argentina se está buscando que el vino refleje su origen; y que esa sea su señal de identidad. Ya el Malbec está cediendo terreno al terruño y la discusión ahora pasa por demostrar y demostrarnos que somos capaces de hacer caldos realmente diferentes. El gran desafío sin dudas a futuro. Vinos más puros y menos mecánicos, que sepan a la tierra que los parió y no a la barrica que los crió.
Da gusto ver cómo la cosa va tomando rumbo y, de a poco, los ejemplares aparecen. Claro, como siempre pasa, lo que no abunda se paga, y mucho!
Sin embargo, hay un lugar en nuestro país que siempre imprimió su sello indeleble a los vinos, aún mucho antes de que siquiera se hable de este tema. El NOA; un vino de ahí siempre se encargó de demostrar orgulloso las piedras y arenas que lo vieron nacer. Y nunca fueron nada caros… es más, hasta estuvieron infravalorados porque a no todo el mundo le agradaba su rudeza inigualable. Si aún hoy, usted se llega hasta allí tendrá la suerte de conseguir un auténtico vino de terruño por poco dinero…
A nosotros nos pasó, hace poquito.
Antes de salir de regreso para la santa Casilda, nos fuimos a una vinoteca cafayateña a pegar una recorrida y comprar un surtido de tintos y blancos para traernos a casa. El dueño nos preparó un combo con productos de varias zonas del NOA… y entre ellos nos metió uno que, debo reconocer, no me convencía nada. Es que a veces soy prejuicioso con estos temas… no lo puedo remediar.
Un malbec cosecha 2012, de la zona de Angastaco a 1920 msnm, sin paso por madera y un precio de $30. MIRALPEIX se llamaba… Si les digo la verdad, no me convencía su etiqueta, ni su precio, ni su nombre… Les dije que soy prejuicioso.
Llego el día y llegó la noche. Llegó la picada previa y destapamos el tinto.
Su color era profundo… rojo violeta, como un arándano maduro. Hermoso, majestuoso!
Sus aromas eran intensos… y si uno cerraba los ojos, las piedras de los cerros y los campos de pimientos secados al sol en sus laderas se te metían en la nariz para siempre.
Sus sabores eran francos, y en la boca entraba como entra el paisaje norteño, sin pedir permiso y arrasando todo. Las papilas se agitaban porque los taninos rudos las castigaban sin piedad, junto a una acidez filosa que se clavaba como aguja. Pero el resultado de todo esto era sublime…
Acá no hay sutilezas ni pequeñeces, en este vino hay vida y hay pureza. Hay terruño, qué carajo!
Por eso, si usted anda por allí alguna vez y se pierde entre sus montañas de colores y cardones retorcidos, quizá se cruce con un viñedo más flaco que un alambre, sosteniendo las uvas que gestarán un vino inolvidable.
Muchas gracias por leernos,Salute, Rumbovino.