Revista Cultura y Ocio
Era una tarde de finales de julio o principios de agosto, no lo recuerdo bien, pero lo importante -lo fundamental diría- es que hacía frío en este lado del planeta. Estaba sentado a una mesa del barKainos, en el barrio de Caballito, en Buenos Aires. Acababa de terminar el segundo capítulo de un libro de física cuántica de Eisberg & Resnick y me encontraba un poco aturdido después de tratar de entender eso del estatus ontológico de las nanopartículas, como cualquiera puede imaginar. Ya cansado de descifrar semejante jerigonza, dejé el libro sobre la mesa y agité varias veces el brazo para llamar al camarero, me moría por tomar otro café con leche. Cuando por fin el hombre se acercó, me sorprendió que llevara una bufanda verde, ya que no está permitido usar otras prendas que no pertenezcan al (horrible y tercamente marrón) uniforme oficial de ese establecimiento. ¿Le gustan esos temas?, me preguntó, señalando el libro. Bastante, le respondí lacónicamente para que se diera cuenta de que me molestaba su intromisión, sin embargo mi parquedad pareció alentarlo, pues continuó más entusiasmado. Sé mucho de esas cosas, por… bueno, por casualidades que ahora no vienen al caso. Aunque no capté qué quiso significar con ese “casualidades”, lo dejé pasar. Entonces se colocó de espalda a los otros clientes que había en el bar y extrajo del bolsillo de su delantal un artefacto extraño, cilíndrico, de unos 10 centímetros de largo, que parecía una pila de monedas de distintos tamaños pegadas una encima de la otra. ¿Ve esto?, es una máquina teletransportadora, me dijo, y agregó de inmediato: No, no me mire como a un loco, ¿o usted cree que para teletransportarse se necesita de una parafernalia ridícula como la que aparece en la película “La mosca”? Yo no creo nada, ni siquiera vi "La mosca", le respondí, medio defendiéndome. Con este aparatito, dijo e hizo una larga pausa, mientras lo apretaba y lo sacudía con el índice y el pulgar de la mano derecha, con este aparatito puedo enviarlo al lugar que usted desee, adonde le plazca, no tiene más que decírmelo y en un santiamén estará allí, finalizó. Escuchar tanto delirio me hizo doler la cabeza, tuve la impresión de que, con sus palabras, el tipo me había cubierto con una capa oscura de polvo y que me estaba mareando. Llevé mis manos a la cara para frotarme las mejillas, los ojos, la frente, como si quisiera lavarme el rostro sin agua. Cuando las retiré, lo vi a Xavi parado a mi lado, tenía el cuello envuelto en una gruesa bufanda verde, me preguntaba -en un tono de paciente insistencia, con ese característico español aderezado por el acento catalán- si iba a acompañar el café con leche con alguna magdalena o una empanadilla de cabello de ángel. No, no, así está bien,moltes gràcies, le dije. En ese momento me sentí como un fantoche, sí, un fantoche asustadizo sentado a una mesa del barLa Cantonada, ése que está por losSis Camins, en Vilanova. Desde la ventana, alcancé a ver cómo se escapaba el Sol por detrás del bosquecillo de pinos carrasco y arbustos aromáticos que no permiten ver el Mediterráneo. Oscurecía y eran las seis de la tarde, entonces comprendí que continuaba siendo invierno: eso me tranquilizó.