Te escribo desde el pasado.
He tenido la vana idea que quizás estas letras permanezcan en algún lugar remoto de internet durante el tiempo suficiente para que tú, Isaac * Rodríguez, algún día en el futuro de mi doloroso presente, quizás las halles cuando la curiosidad te motive a realizar una búsqueda en el vasto mundo cibernético porque quieras saber algo más de quien por muy corto tiempo fue tu abuelo, Antonio Rodríguez Martín, más conocido en la blogosfera como ANRO, apócope por él mismo pergeñado.
Uno de mis abuelos falleció, Isaac, sin que llegara a conocerle; siempre me hablaron de él y siempre me hubiera gustado saber de él por personas que no fueran parientes: en tu caso tienes la suerte de poder leer sus estupendos textos publicados en el blog que mantuvo, Las Puertas de Babilonia que quizás se hallen todavía abiertas a consulta para suerte de los cinéfilos de tu época.
Pretendo aportarte mi granito de arena a la imagen que te hayas hecho de tu abuelo, Isaac, y mira si soy iluso que para ello confío en que esta carta enviada al éter algún día llegue a su destinatario: mucho más que una carta en una botella lanzada a la mar: es un retazo de optimismo que aplico siguiendo el ánimo de tu abuelo Antonio que, si pudiera escribirme, seguro que me llamaría loco pero me daría la razón carcajeándose de mí y alegrándome el dia.
Es muy curioso que en este siglo XXI en el que tú has nacido se haya producido una revitalización de las relaciones epistolares: la irrupción del televisor en los hogares de todo el mundo causó una merma en las comunicaciones por carta enviada a través de los servicios postales; la televisión, a diferencia de la radio, que puede permanecer encendida mientras haces otras cosas, requiere atención casi total y absorbe mucho tiempo; ha sido el propio declive del televisor el que ha propiciado que muchos, como tu abuelo y yo mismo entre otros, volvamos a costumbres más sanas y productivas intelectualmente y de ahí a usar las nuevas tecnologías para comunicarnos ha habido un paso muy pequeño.
Comunicarse a través de un blog y más allá por medio de correo electrónico, tan veloz, tan instantáneo, permite que aflore de nuevo la interrelación personal entre gentes lejanas hasta que uno siente la amistad por quien quizás nunca llegue a conocer personalmente.
Tu abuelo Antonio, Isaac, era un tipo que sabía construir una buena relación con cualquiera porque tenía la infrecuente habilidad de saber pronunciar la palabra justa para insuflar vitalismo como quien administra una vitamina. Era siempre un placer compartir algo con él porque su agradecimiento era sincero y su sonrisa franca y contagiosa.
Que sepas, Isaac, que en este extraño mundo virtual de amistades cercanas unidas por electrones a tu abuelo Antonio se le estimó muchísimo porque para muchos, entre los que me cuento, llegó a ser una visita esperada a nuestros sitios.
Una de las virtudes que más me gustaron de Antonio fue la enorme capacidad de seguir adelante descubriendo cada día cosas nuevas, creándose nuevas ilusiones y motivos para disfrutar de la vida. Sabiéndolo, era un reto buscar algo que quizás no conociera -lo cual no era empresa fácil ni mucho menos- porque con un poco de suerte su entusiasmo estaba garantizado.
Siendo como era un cinéfilo empedernido y voraz lector provisto de magnífica librería que aumentaba sin cesar, también disfrutaba muchísimo con la música.
Su declarada preferencia por Mahler jamás le supuso obstáculo para aullar de satisfacción cuando tuvo la ocasión de descubrir piezas tan eclécticas como Street Music de William Russo interpretada por Seiji Ozawa, Corky Siegel y la Filarmónica de San Francisco en un lejano Lp de 1977 o la incursión de un trompetista de jazz como Wynton Marsalis que se alió con la soprano Kathleen Battle para su disco compacto de 1992 Baroque Duet, que le encantó y supo saborear a la luz de la luna sorbiendo delicadamente una copita de ron añejo.
Cuando llegues a leer esto, Isaac, suponiendo que suceda, habrán pasado ya varios años pero tú, seguramente, seguirás siendo demasiado joven para entender que tu abuelo Antonio falleció antes de hora: no llegó a cumplir los sesenta y siete años y por azares de la vida ni siquiera ha podido gozar un año entero de su jubilación que él preveía de difícil adaptación pero que apenas la compartió con su idolatrada compañera, tu abuela Lola, coincidiendo con tu advenimiento, le supuso una enorme felicidad y una acumulación de empresas por iniciar porque el vitalismo ilusionado de mi amigo Antonio no tenía fin.
Sesenta y seis años, Isaac, en este año que tú naciste, no es edad para morirse: es el inicio de una tercera vida que debe ser pletórica de júbilo y así se las prometía tu abuelo cuando anunció a todos los amigos su partida a unas vacaciones que terminarían en tu compañía: ayudado por el título que escogió "Lo siento amigos, pero me tengo que marchar" me aproveché de la elección del verbo que hizo, bromeando y haciendo chanza pública en un comentario de la supuesta obligación de partir que expresaba ese "me tengo que marchar".
Él no respondió a ningún comentario a su habitual despedida viajera, pero le faltaron minutos para enviarme un correo, su último correo, diciéndome:
"JA,JA,JA Amigo Josep, he soltado una carcajada cuando he leido tu comentario.
...//....
Ale, amigo, voy a tener que ir yo por tu tierra porque tú no pareces muy decidido a venir por aquí, con lo bien que se presenta el mes de Agosto...."
Tu abuelo, Isaac, sabía reir: se reía solo y con los amigos: se reía de sí mismo y de los demás: era una risa fuerte y abierta, anticipo de uno de sus abrazotes.
Nadie podía suponer que su último mensaje en su blog tuviera tal carácter adivinatorio y deviniera la pausa habitual en trágica despedida. Ante mi incapacidad de comprender el porqué se van tan pronto gentes tan buenas con tanto por hacer no puedo menos que acudir, como lo haría tu abuelo Antonio, Isaac, a la literatura más clásica que permanece en la memoria y equiparo los fiordos noruegos a las arenas de Samarkanda.
Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se
presentaba ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la
razón de aquella aparente inquietud y el visir le dijo:
- Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
- ¿Por qué?
- Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un
golpe en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome
fijamente.
- ¿La muerte?
- Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chal
rojo. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy
seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor
caballo y esta noche puedo llegar a Samarkanda.
- ¿De veras que era la muerte? ¿Estás seguro?
- Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres
tú y estoy seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El
hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en
dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la
ciudad.
Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento
secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su
palacio. Solo, fue hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del
mercado, buscó a la muerte con la mirada y la vio, la reconoció. El
visir no se había equivocado lo más mínimo.
Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, el rostro
medio cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de
grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el
hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una
mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Ésta, a pesar del disfraz, lo
reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.
- Tengo que hacerte una pregunta -le dijo el califa en voz baja.
- Te escucho.
- Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y
probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía
a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire
de amenaza?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:
- No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante.
Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido,
no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una
amenaza.
- ¿Por qué sorpresa? -preguntó el califa.
- Porque -contestó la muerte- no esperaba verlo aquí. Tengo una cita
con él esta noche en Samarkanda.
La parca cuya cinefilia galopante en más de una ocasión comentamos con ANRO, en esta ocasión se ha llevado a un cinéfilo de pluma ágil, verbo documentado y crítica dulce y creo que en su honor podría hacer una paráfrasis y escribir:
Se ha muerto ANRO: qué tragedia.
Y lo que es peor: ya no habrá más artículos en Las Puertas de Babilonia.
Déjame, Isaac, que desde el pasado te de un fuerte abrazote.