Twittear
Autora: A. M. Azanza Género: Fantasía Épica
La comitiva avanzaba lentamente por el camino que iba desde el cercano pueblo de Ládano hasta el castillo del señor de la comarca, el conde de Damara. El majestuoso palacio estaba situado en lo alto de una colina, desde la cual se dominaba desde la llanura a las lejanas montañas del Crepúsculo, pasando por el Gran Lago Azul que aparecía al final de un impenetrable bosque de hayas, recuperando el curso del río Rago. Y detrás, a lo lejos, el mar.
El sol era abrasador y el calor insoportable. Varios maltrechos caballeros regresaban de una salvaje batalla, los escudos hendidos y las espadas melladas, derrotados, escapaban de la muerte. Detrás, tirado por cuatro fuertes jamelgos, iba un carro. Dentro una dama encinta a punto de desmayarse, la amargura por la pérdida la ahogaba. Cerraba el grupo, celosamente protegido, un gran cofre de bronce con extrañas inscripciones.
Los guardias bajaron el puente levadizo dejándoles entrar. El conde corrió a recibirles. De inmediato fue a socorrer a la bella dama a la que reconoció. -Ela, mi señora, ¿qué... - fue interrumpido por la débil voz de la muchacha. -Mi marido, tu hermano, ha muerto y sus tierras conquistadas, y yo no tengo donde traer al mundo a su hijo. Lágrimas de dolor y tristeza recorrieron sus mejillas. El conde la miró y, sobreponiéndose a la mala nueva, la abrazó. - ¡Preparad una habitación! - ordenó. - No os preocupéis. Fue llevada a una de las salas principales. Allí, tras largas horas de gritos y dolor, parió a su hijo y murió, no sin antes hacer prometer al conde que se ocuparía de él. Y el señor de Damara, cumpliendo la petición de su cuñada, tomó al niño a su cargo y lo crió como si fuese suyo y guardó el valioso cofre que les acompañaba para cuando debiera recibirlo. La vida le retaba de nuevo. El cielo le había enviado un inesperado aunque precioso regalo y desde ese día al levantarse dio gracias por él. Y le puso por nombre Alen, que en su antigua lengua significaba “el bien de la vida”. Le cuidó, le protegió y le enseñó durante años como al futuro señor de Damara. Le instruyó, cuando tuvo edad, como primer caballero de su casa, la del escudo de los ojos de águila, convirtiéndole en el mejor y más joven paladín de muchas comarcas a la redonda. Felices fueron aquellos tiempos. Y llegó el día en que Alen cumplió 21 años. Grandes celebraciones tuvieron lugar esa semana, el heredero de la casa era mayor de edad. Y con ello volvió a la mente del conde una promesa que había mantenido en secreto desde hacía mucho, la contrajo junto con el compromiso de criar al hijo de su hermano. La había guardado bajo llave esperando aquel momento. Ese mismo día, al atardecer, el conde llevó al joven Alen a una sala apartada del castillo y allí le habló. - Querido Alen, he de entregarte algo que te pertenece. Me lo encomendó tu madre el día que tu viniste a este mundo. Ella me hizo prometer que solo te lo daría cuando estuvieras lo suficientemente preparado. Se dirigió hacia un gran armario cerrado, sacó un puñado de llaves y lo abrió. Aquel olvidado cofre de bronce brilló despertando tras un largo sueño. Alen lo miraba expectante. El conde levantó lentamente la tapa y sacó, pieza a pieza, una hermosa armadura plateada, ligera y flexible. Extrañamente, cuando tomaba cada pieza, ésta brillaba y saltaba de su mano para ir a colocarse en su correspondiente lugar en el conjunto. Alen podía sentir una irresistible atracción hacia ese traje de metal, notaba como se desde siempre hubiera formado parte de él. Por último un yelmo, con dos ojos cerrados tallados en la visera, surgió sobre la testa de la armadura. El chico estaba deslumbrado. Ayudado por su padre, se vistió con ella y en el preciso momento que cubría su cabeza sintió una extraña sensación. Podía verlo todo, sentir lo que otros sentían, oír aunque hablaran a mundos de distancia. Era grande. Su legado, supo más tarde, era la armadura mágica Que Todo Lo Ve forjada en los oscuros abismos en el principio de los tiempos, entregada a los hombres para dotarles de la visión verdadera de las cosas.Fin de la primera parte