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Autora: A. M. Azanza Genero: Fantasía Épica
Ocurrió tiempo después. Un vecino avaricioso, al que el conde de Damara había contenido hasta entonces, les declaró la guerra con la intención de apoderarse de sus tierras. El señor de Vasht, pues era ese el nombre del ambicioso terrateniente, deseaba extender sus dominios hacia el mar para dar puerto a sus barcos. Tras batallas y batallas en las que ni uno ni otro vencía, el castillo del conde fue asaltado por sorpresa una noche de luna llena. Los caballeros del condado de Damara eran todos ellos reconocidos luchadores, defendieron hasta la muerte cada palmo. Alen peleaba sin descanso. Acababa de decapitar a un adversario con un potente mandoble de su espada, cuando quiso el destino que el joven girara la cabeza hacia la torre este, la más alta sin duda, para presenciar el hecho que provocó el fatal desenlace de esta historia.
Apenas se distinguían dos figuras luchando en lo alto. Nadie se hubiera dando cuenta de la presencia allí de dos personas pero Alen, gracias a los poderes de su armadura, podía ver a su padre que luchaba encarnizadamente contra otro hombre, al que reconoció como el señor de Vasht. Ambos contrincantes, cubiertos de sangre, daban tanto de si como podían. De un par de golpes el conde arrinconó a su adversario. Éste perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, al vacío, aunque pudo cogerse a un saliente de la piedra. El conde bien pudo haberle dejado caer, más cuando los guantes del señor de Vasht comenzaron a resbalar, soltó de repente tanto espada como escudo y le agarró, pidiéndole rendición. Ante su situación se proclamó vencido. Entonces le ayudó a subir. Y ocurrió que el malvado vecino, sin darle tiempo a defenderse sacó de bajo su cota de malla una daga que clavó con rabia en el costado del conde de Damara. -¡¡¡Noooooooooo!!!-gritó Alen al verlo. Las rocas del castillo se estremecieron. Emitió la luna entonces una luz tan brillante como la del sol. Todo se iluminó con la claridad del día y pudo el joven grabar el rostro de aquel hombre en su mente, el hombre que tan vilmente acabó con la vida del único padre que había conocido. Tal vez por eso en ese instante no vio al enemigo que se acercaba hacia él y que descargó semejante golpe sobre su espalda que le dio por muerto. Abrió de nuevo los ojos tras pesadillas de dolor y se encontró en una oscura habitación. Tan solo llegaba hasta él el murmullo de las oraciones y el suave sisear de largas túnicas cuando rozan el suelo. Ante él estaba una hermana cuidadora, de las que sanan a los enfermos. Allí estaba también Bler de Owen, general del ejército de su padre. Sonrío al verle despertar. La armadura le había salvado. -Creíamos que no volveríamos a verle vivo. -¿Cuánto tiempo...? -preguntó aún un tanto desorientado. -Ocho lunas, con altas fiebres causadas por la herida, debatiéndose entre la vida y la muerte. Me alegra que hayáis decidido volver entre nosotros. -Demasiado. ¿Qué fue de la batalla.? -Ganamos. El señor de Vasht huyó. No sabemos donde hallarle. -Pronto... pronto lo sabremos. -¿Cómo.? - preguntó Bler intrigado. -Yo lo encontraré, ¡por mi honor que lo encontraré!, y vengaré la muerte de mi padre. Y así fue. Todavía no muy restablecido de su herida se puso su armadura, que a pesar de la herida de Alen apenas había sufrido daño, y buscó al cobarde señor de Vasht durante nadie sabe cuanto tiempo. Guiado por un profundo presentimiento, ayudado por los poderes de su armadura condujo a sus hombres. Recorrieron los lugares más recónditos, subieron montañas, cruzaron valles y ríos y atravesaron cientos de pueblos sin encontrar nada. Hasta que por fin llegaron a una comarca llamada Elial, muy al sur. Una región gris, rocosa, árida, huérfana de vegetación y fauna, horadada, sin embargo, por miles de minas que proporcionaban medio de vida a aquellas gentes. Había allí una gigantesca fortaleza de piedra, prístina, solitaria. Se elevaba del suelo esculpida en la roca, jalonada por altos muros lisos rodeados de almenas. Era el único punto referencial de aquellas tierras yermas. Alen la observó desde lo alto de una colina, podía verse desde muchas leguas a la redonda. Supo entonces que su búsqueda había terminado. Fueron recibidos con extrema amabilidad, parecían agradecer las visitas. Comunicadas sus intenciones les fue concedida una audiencia con el señor del castillo, más una vez allí su desilusión fue mayúscula. Nadie sabía nada de aquel hombre, ni siquiera habían oído hablar de él. Aun así, Alen tenía la certeza de que aquel era exactamente el lugar que buscaba. Había aprendido a confiar en sus presentimientos. -Vamos a quedarnos - sentenció. -¿Quedarnos? - se extrañó Bler de Owen. -Si. Siento que está aquí. Lo sé- sus ojos brillaban como los de un águila a la caza de su presa. - Puedo sentir su odio. Y los días transcurrieron. Soldados y oficiales descansaron aunque nadie entendía por qué se habían detenido tanto tiempo. Bler de Owen era, sin duda, quien menos comprendía la razón del repentino abandono de la misión, no tomaba en serio los poderes de la armadura y comenzaba a dudar de las razones de su señor. Sabía que el nuevo conde había cogido cariño a aquel lugar por una causa bien distinta. Cada mañana al amanecer Alen se asomaba a su ventana y desde allí podía ver en los jardines una hermosa dama que cuidaba las flores. Era una muchachita prodigio de belleza de ojos verdes y cabellos de azabache que todos los días, a la misma hora, se perdía tras un viejo caserón llevando una cesta. Alen quedó prendado de ella y un buen día decidió seguirla. Ocultándose entre los árboles la vio pasar y desaparecer tras una enredadera sobre una torre, en la que descubrió una pequeña puerta. Fue tras ella. Atravesó la entrada y se encontró ante un largo pasillo. Al fondo se veía luz. Lo recorrió y llegó hasta una portezuela que se hallaba entreabierta. Se detuvo, una sensación confusa le invadía. Algo le impulsaba a dar media vuelta y marcharse, pero su corazón le decía que tenía que encontrarla. Empujó sigilosamente y la vio. Estaba agachada, el pelo le caía suavemente sobre los hombros, sus manos delicadas sacaban pan y fruta de la cesta, junto a ella un hombre mayor, encorvado, esperaba impaciente el alimento. Era tan bella. Suspiró por conocer su nombre y llamarla junto a él. Divagando en delirios de amor perdió su vista en el vacío más sus ojos fueron a posarse en el rostro del anciano que la acompañaba. Una luz se iluminó en su mente, reconocía, a pesar del tiempo, los rasgos de aquel hombre. Los veía todas las noches cuando se abandonaba al sueño y cada mañana al despertar. Todo volvió a tener sentido, por fin le había encontrado. Dio una patada a la puerta sobresaltando a la chica y al viejo. Entró con el gesto desencajado, mirando fijamente al hombre, una locura de venganza le invadía. -¡Tú! - le señalaba.- Te he buscado durante mucho tiempo. El anciano le miraba aterrado. La cara de aquel hombre que le amenazaba no le era desconocida, pero a la vez le era tan extraña. Alen desenvainó su espada. De pronto, la muchacha se interpuso entre ellos. -¡No! -gritó ella.- ¿Qué vais a hacer? -Cumplir mi venganza, aquí, ahora, por fin. -contestó Alen. -No puedo permitirlo. -Apartaos mi dama, no quiero haceros daño. -Sí lo haréis, no dejaré que hagáis daño a mi padre. -¿Vuestro padre? - la noticia le afectó, quedó quieto, inmóvil, perdido. -¿Por qué tiene que ser vuestro padre? Era su momento, el que había esperado durante años. Entonces todo ese tiempo transcurrido pasó por su mente, imágenes, sentimientos y fuertes deseos de matar y se mezclaron con una emoción nueva, el amor profundo que descubrió al mirar a aquella mujer, algo que nunca había sentido. La sangre hervía en sus venas pero aun así no pudo levantar la espada contra ellos. La rabia y la impotencia le consumían. Corrió al jardín destrozando cuanto encontraba a su paso. Varios guardias intentaron detenerle pero estaba demasiado furioso. Necesitaba recuperar el control de sí mismo. Ordenó a su ejército tomar el castillo. Los inexpertos soldados de la fortaleza se rindieron pronto. El conde de Damara desoyó las quejas de los nobles atacados y mandó llevar al viejo Vasht a su presencia. Él, vestido con su magnífica armadura y aquel hombre a sus pies. La bella dama suplicando y su mano incapaz de descargar golpe mortal sobre su odiado enemigo. Sus oficiales le alentaban a matarle y tres veces se acercó decidido pero la miraba y las fuerzas le abandonaban. Quería pensar. Salió a cabalgar bajo la luz de la luna. Luna llena, idéntica a la que brilló aquella noche fatal. Bajó la visera de su yelmo y se sintió lleno de poder. Miró al cielo. -¡Perdonadme padre! -casi sollozaba- ¡perdonadme! Estaba en juego el honor de los Damara y su propia palabra pero en su corazón había otra lucha. Desde su alma pedía a su armadura mágica que le diera la respuesta, ella que parecía poseer la verdad de lo que ocurre sobre la tierra. Le rogaba que le abriera los ojos. Silencio, vacío, no existía nada mas. Se sabía poderoso y a la vez insignificante. Era su decisión. Entonces un fulgor de plata surgió del traje de metal y sintió como una voz de ultratumba se colaba en su interior. ” Alen, bien de mi vida, yo te enseñé. Afortunado aquel cuyo corazón albergue amor, afortunado aquel que destierre de sus venas el odio, afortunado aquel cuyo dolor no domine su alma. Hombre piadoso te llamaran y tu grandeza será conocida en los Reinos.” Esa voz le era tan familiar. Tantas veces había escuchado de ella sabias enseñanzas. Bajo sus palabras se sentía protegido. Le hizo distinguir bien y mal. Le regañaba cuando era necesario y le alentaba cuando era merecedor. Le reconfortaba en sus penas y compartía sus alegrías. Y de nuevo esa voz le desvelaba la verdad. Creyó haberla perdido para siempre y no se dio cuenta de que estaba dentro de él, siempre viva en su recuerdo. Debía hacerle honor. Entonces lo entendió, su legado, su poderosa armadura Que Todo Lo Ve no era más que un mero instrumento para ver la verdad que se encuentra en el corazon de los hombres, carecía de poder sin él. Llegar a ese conocimiento era la herencia que le dejó su madre. Al día siguiente, al alba, los reunió a todos en el gran salón y habló. -Tú, señor de Vasht, suficiente es vivir vuestra mísera existencia, temed cada mañana y recordad que puede ser la última. Más no olvidéis que en otras vidas nos volveremos a cruzar y entonces tan solo el destino será dueño de vuestra suerte. Marcharéis solo por las regiones del Reino, esperando vuestro día final. Me quedo por derecho vuestras tierras, podridas ya, y a vuestra hija, que por su amor he de luchar, hasta que sepa comprender como yo he comprendido. Así ordeno el conde de Damara y todos, sorprendidos y admirados, obedecieron. Deportó al hombre a los confines del Reino, devolvió la comarca a su señor y regresó a sus tierras descuidadas. Luchó contra aquellos que en su ausencia trataron de adueñárselas y las recuperó. Inició una nueva era de prosperidad, llevando al condado de Damara a la mayor grandeza que se la haya conocido durante toda su historia. Se convirtió en uno de los más preciados y queridos caballeros, incluso para el mismo Rey y siempre llevo con orgullo el escudo de su casa. Más en su corazón siempre hubo un halo de tristeza, al recordar cada día a su adorado padre. Nunca dejó de pedirle consejo y le rogó que le esperara en el cielo. En cuanto a las aventuras que corrió por lograr el amor de la hija del señor de Vasht o tan solo si llegó a conseguirlo alguna vez... eso ya es otra historia.Fin