¿Cuántas veces hemos pensado que la solución de nuestros problemas es huir? Ya sea a otra ciudad, a otro país o a otro plano dimensional, ¿en realidad escaparnos a un lugar diferente nos hace diferentes?
En el año 2008 y tras una estrepitosa ruptura de mi relación más larga unida a la consiguiente crisis existencial de ¿y ahora qué demonios hago con mi vida?, decidí mandarlo todo al infierno (trabajo, casa, entorno, amistades) y marcharme al extranjero. Primero recalé en Londres, pero por razones diversas, finalmente establecí mi nuevo destino en Amsterdam.
No era mi ciudad soñada. El clima era un espanto, nunca me atrajo especialmente la idiosincrasia nórdica y tampoco fumaba porros. Pero tampoco lo pensé demasiado. Sólo sabía que estaba mal, que necesitaba irme lejos del pasado y que por lo que fuese, esa parte resultó ser aquella pequeña capital llena de canales, casas altas y estrechas, rubios de metro noventa y bicicletas, muchísimas bicicletas.
Mi idea de vivir en el extranjero hasta entonces tenía más que ver con la versión edulcorada de Españoles por el mundo que con la realidad de verme sin trabajo, sin amigos y sin una casa donde meterme, en un lugar que no conocía y con unos ahorros que se desvanecían a velocidades vertiginosas. Entré en modo desesperación y maldecí mil veces esa estúpida decisión de irme fuera sin necesidad, pero por alguna razón, decidí no volver a casa.
Fui solucionando los aspectos prácticos y pasé un año allí, integrándome en el estilo de vida de la ciudad, en sus costumbres y horarios, saliendo con la comunidad de españoles, visitando todos los museos, monumentos y ciudades aledañas, en definitiva, distrayéndome con todo lo que podía y esperando que llegase por sí solo un cambio, pero ese cambio sólo afectó a la rutina. Seguía con mi crisis, mi duelo mal resuelto y una creciente sensación de vacío y depresión que provocó una segunda decisión: regresar por donde había venido.
La ironía del asunto es que ese cambio que esperaba finalmente llegó. Pero ocurrió aquí, en el sitio de siempre, con las personas de siempre y por una experiencia particular que me enfrentó con todo aquello de lo que pretendía huir yéndome a otro país. En el año en que estuve en Holanda, no me expuse más allá de los tejemanejes de la mera supervivencia. Me limité a replicar mi vida de España. Cambié simplemente mi zona de confort de un país a otro.
Pero…esa es otra historia.
Mi lección al marcharme y al regresar fue que vayas donde vayas, los problemas que arrastres se vienen contigo. Puede que el estar en un entorno distinto te ayude a enfocarlos de otra manera o a enfrentarte a miedos más profundos más allá de la falsa ilusión de tu mundo protegido y eso te comportará otras ventajas.
Ni recomiendo ni dejo de recomendar ir a vivir al extranjero si es eso lo que crees que necesitas. Yo lo hice y no me arrepiento ni de haber ido, ni de haber vuelto. Pero si lo haces para huir de tus carencias, vacíos, tu depresión tu crisis, lo lamento…cambiar el fondo de pantalla no cambia el sistema operativo. A menos que se trate de un viaje con un claro propósito y a un lugar al que realmente desees ir, las espantadas neuróticas a cualquier sitio no van a solucionarte la vida. Volverás con lo mismo con lo que te fuiste y tendrás que enfrentarte a ello antes o después.
Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
Y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí”.
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
(Constantin Kavafis)