El vendedor le relató una larga historia que Juan tuvo buen cuidado en no escuchar. No le interesaba saber quién había sido Rosario de Castro, a cuya dirección de la calle Canalejas, número 2, de Sevilla, habían sido remitidas todas esas cartas que formaban el paquete envuelto con un lazo que le estaba vendiendo. Prefería descubrirlo por sí mismo cuando, en un futuro incierto, de cercanía indeterminada, decidiera leerlas.Un paquete de viejas cartas en el bolsillo, que acariciaba en el bolsillo de su chaqueta, fue aquel domingo de mercadillo, su compañía en el camino de vuelta a casa. Juan vivía en una de esas cámaras, semejantes a madrigueras, en las que viven los individuos solitarios que habitan el subsuelo de todas las grandes ciudades. Desheredados de la fortuna, pusilánimes melancólicos, majaderos irredentos, deficitarios afectivos, psicópatas emocionales que entregarían su alma por una sonrisa, si la tuvieran. En las desnudas paredes de la celda de Juan, similar a todas las demás celdas de sus anónimos compañeros de infortunio, se podía hallar, como única pertenencia visible, al margen del imprescindible y escaso mobiliario, un grueso volumen, de grandes dimensiones, dotado de un cierre. En el lomo de su único libro, el título “Mis pecados”, indicaba al inexistente visitante que en él se recogían las causas de su reclusión, las terribles ofensas cometidas contras las leyes humanas y divinas que le habían despojado de toda esperanza, de toda ilusión, de toda alegría, y le habían relegado a vivir en soledad, bajo las plantas de los pies de la gente inmisericordemente normal.La noche de aquel domingo de mercadillo, un sonido tenue y sordo perturbó el frágil sueño de Juan. Encendió la desnuda bombilla que colgaba del techo de su dormitorio y, tras extender su mirada a los cuatro rincones de la monacal habitación, encontró un pequeño pajarillo que aleteaba en el suelo de baldosas agrietadas. Juan tomó al polluelo entre sus manos y lo observó con detenimiento, acercándolo tanto a sus ojos que podía distinguir hasta el último poro y la última cánula. Nunca había visto ave alguna que se le asemejara. No era capaz de afirmar a qué especie podría pertenecer. Lo que se le reveló evidente fue que era imposible que ningún pájaro, y menos uno que fuera incapaz de volar como aquel, se hubiera introducido en su recóndita guarida. Juan intentó alimentar al avecilla con pequeñas porciones de todo lo que contenía su parca despensa, sin conseguir que aceptara probar bocado. Se acercaba la hora del alba cuando desató el paquete de cartas que había comprado por la mañana, tomó la que estaba encima del montón y la desmenuzó y la empapó en agua. El pajarillo la engulló al instante con aparente deleite.Cada día, en las tres siguientes semanas, Juan le entregó al pájaro una nueva carta de las que habían alimentado el amor de una tal Rosario de Castro y cada día el pájaro crecía y se hacía más hermoso. En un mes, las cartas se habían terminado y el pájaro había crecido hasta alcanzar el tamaño de Juan y estaba vestido de las más brillantes y coloridas plumas, de tacto sedoso. Juan ya amaba a su pájaro más que a su vida por aquel entonces y en su corazón se debatía el deseo de retenerle a su lado contra la obligación moral de concederle la libertad. A la hora en que solía alimentar a su amado pájaro, Juan le miró con expresión interrogativa. El extraordinario ave le devolvió la mirada con sus increíbles ojos verdes, luminosos como dos estrellas, en lo que Juan consideró una dulcísima reclamación de comida. Pese a que aquel habría sido un buen momento para liberarle, Juan decidió intentar algo diferente, por ver si todavía era capaz de procurarle alimento. Rompió el cierre de su libro y lo abrió por la primera página. En el lugar en el que habían estado escritos sus pecados ya no había nada.-En ese libro, Juan, no hay nada escrito –dijo el pájaro.
Y nunca más se supo nada de Juan ni de su pájaro, pero todos sabemos que, desde entonces, fueron felices y siguieron juntos para siempre.