Cada día, en las tres siguientes semanas, Juan le entregó al pájaro una nueva carta de las que habían alimentado el amor de una tal Rosario de Castro y cada día el pájaro crecía y se hacía más hermoso. En un mes, las cartas se habían terminado y el pájaro había crecido hasta alcanzar el tamaño de Juan y estaba vestido de las más brillantes y coloridas plumas, de tacto sedoso. Juan ya amaba a su pájaro más que a su vida por aquel entonces y en su corazón se debatía el deseo de retenerle a su lado contra la obligación moral de concederle la libertad. A la hora en que solía alimentar a su amado pájaro, Juan le miró con expresión interrogativa. El extraordinario ave le devolvió la mirada con sus increíbles ojos verdes, luminosos como dos estrellas, en lo que Juan consideró una dulcísima reclamación de comida. Pese a que aquel habría sido un buen momento para liberarle, Juan decidió intentar algo diferente, por ver si todavía era capaz de procurarle alimento. Rompió el cierre de su libro y lo abrió por la primera página. En el lugar en el que habían estado escritos sus pecados ya no había nada.-En ese libro, Juan, no hay nada escrito –dijo el pájaro.Y nunca más se supo nada de Juan ni de su pájaro, pero todos sabemos que, desde entonces, fueron felices y siguieron juntos para siempre.
