Forman una pareja imbatible, Luis e Ignacio, en cuanto a ilusión, preparación, medios y contactos. Luis Gutiérrez tenía muchas ganas de hacer esta cata en Monvínic, "The Lost Vignerons". Y hace siete (7) meses se lo propuso a Sergi, Isabelle y César. Con la imprescindible ayuda y mano a mano de Ignacio Villalgordo (algunas de las botellas bebidas salieron de su bodega) y la pasión por este tipo de acontecimientos de Monvínic, se pergeñó esta demostración histórica. Prefiero llamarla "demostración" antes que cata, evento y etc. Y el adjetivo llega solo: lo comprobarán cuando lean la nómina de bodegas y vignerons seleccionados. (Paréntesis: propongo ya de una vez que la palabra vigneron, que se conoce en francés desde finales del siglo XII, sea adoptada por el esperanto enófilo mundial. Nos sentiremos mucho más cómodos todos y todos sabemos de qué estamos hablando cuando usamos el palabro. Sin comillas, pues) Demostración porque Luis quería explicar la esencia del vigneron en contacto íntimo con su territorio y con las uvas más características que forman parte de su DNA. Demostración porque se trataba de conocer cómo se hacían las cosas en Francia (sobre todo: es el país que conserva, en forma de botellas y estén vivos o muertos quienes las hicieron, más vignerons por cepa), en Italia, en Portugal y en España antes de que la industria y la homogeneidad lo invadieran todo. Demostración, en fin, porque Luis (con oportunos apuntes de Ignacio) nos propuso el mejor ejemplo para conocer cualquier vino: conoced a fondo a quién lo ha hecho. Moraleja: cuando te gusta mucho un vino, te gustará la persona que lo ha hecho.
Presidió la charla el espíritu de cada vigneron a través de sus fotos (¡algunas, por lo menos dos, hechas ex profeso para la ocasión!: las de Camille Loye y Manuel das Dores Simôes) y la Alegre Compañía se puso en marcha guiada por un entusiasta y feliz Merlín (bueno, alguien lo llama Príncipe de Beukelaer, otros lo confundirán con Arturo, pero yo creo que es más Merlín que otra cosa). El camino no era fácil y más de uno (a ojos vista estaba) se quedó en el camino, entre sorprendido y desconcertado por la cantidad de especímenes únicos que la Madre Naturaleza nos mostraba. Empezamos en el Piemonte, donde el filósofo vigneron, Teobaldo Cappellano nos dio la bienvenida con una sonrisa de oreja a oreja, sombrero de paja y toscano en ristre. Murió viendo con sus ojos los viñedos de Serralunga d'Alba y con su corazón el cielo de Eritrea. Un hombre único para la restauración de una bebida única: Barolo Chinato Extra Vecchio. De la nebbiolo de Cappellano nace el Chinato más ilustrado, más sensible, más de contemplación, infusionado con quina, ajenjo, cinamomo, otras especias y azúcar de caña. Un vino de más de treinta años para un aperitivo que nos decía "el camino será largo y duro pero la búsqueda del Grial tiene esas servitudes". Pura seda, monte en la copa, el corazón del Piemonte. Un vino único. Se comentó: yo lo prefiero como digestivo, tras los postres y con horas de charla por delante. Los Italianos suelen tomarlo con un poco de hielo, pero yo prefiero que salga fresco de la nevera, sin más. Cruzamos los Alpes entre sonrisas y chanzas y empezamos a oler a prado húmedo, a cuajo, a pan recién horneado, a fermentación en estado puro. Pierre Overnoy nos esperaba junto a Emmanuel Houillon, en Pupillin (junto a Arbois), con su Arbois 2000. La pureza de una vinificación que hermana el Jura con el Marco, la presencia de la Saccharomyces Juratica (se propuso por allí...), que le da cuerpo y entidad a la savagnin, nos regaló un vino eternamente joven: una boca espectacular, acidez brutal, impactante, para una nariz suave y delicada. El acero se torna pan, nariz y boca se complementan en un oxímoron impecable. Nueces verdes, algo de especias exóticas, no esconden la verdad: el secreto está en la levadura.
Salimos de Pupillin con la sonrisa del confirmado en las bondades del Jura y el lema que nos acompañaría ya para siempre, SIC HIS QVOS DILIGO: la divisa de Arbois preside las botellas de Overnoy y nos ilumina en la travesía de Francia, que repetiremos no menos de otras dos veces a lo largo del viaje, "Así actúo yo con los que amo". Loira, de la mano de otro jubilado de oro, Edmond Vatan. Otro vino de impresión que nace junto a otro queso (antes era el Comté, ahora el crottin de Chavignol: no es casualidad, vamos): el Clos de la Néore 2007. Las cepas de los viñedos de los Monts Damnés comen de la misma piedra caliza que los de Chablis, pero aquí la brisa del océano cercano da un perfil único a esta sauvignon blanc. Su mineralidad es espectacular, impresionante de veras, y va acompañada de una gran pureza de líneas y de una discreta densidad en el vino. Aquí se da uno cuenta (por fin...¡tantos siglos de estudio para llegar a esta conclusión!) de que la sangre de Cristo no reposa en un solo cáliz, sinó por lo menos en una docena de ellos. ¡Y no siempre es roja! Sin duda, la copa que tomamos esa noche (quizás el último vino que haya embotellado Vatan) es una de ellas. La varita de Merlín ayudó mucho porque tuvimos que cambiar de río con cierta rapidez. Del Loira al Ródano para pasar unas horas en la cruzada colina del Hermitage. Jean-Luis Grippat Hermitage 1998 fue como el reencuentro con ese tío abuelo al que tanto quieres y tan poco ves. 1998 pilla a Grippat en plena forma todavía (se jubiló y vendió en 2001) y esta botella da fe de la capacidad y juventud del viejo Grippat. El vino está en sus primeros pasos, un hermitage con mucho aroma de lía, suavidad, miel de acacia, finura y profundidad. Ligero amargor en el posgusto y la sensación de que dentro de diez años será un vinazo.
La búsqueda de la imperfección que da la lealtad al territorio, a la historia de la cultura del vino y a las uvas del lugar, nos dio un breve respiro. Pasamos esa noche en Arbois de nuevo, en casa de Camille Loye, con su Arbois 1989. Al calor del hogar y de los rescoldos de un fuego que se está ya apagando, la Alegre Compañía se relajó con un tinto de los de antes, que mostraba ya ciertos síntomas de fatiga. De trousseau, una de las uvas tintas emblemáticas del Jura (con la poulsard y la pinot noir), este 1989 ofrecía alguna cereza del fondo del cesto, una hermosa pero ya debilitada estructura y la sensación de que quizás la trousseau no esté para dejarla envejecer tanto. Merlín se apiadó especialmente de la Compañía a la mañana siguiente. Amaneció frío y brillante el cielo y Pegaso acudió puntual a la cita para depositarnos en un periquete (por suerte, la Quimera dormía todavía...) en Chinon. Charles Joguet, Chinon Cuvée de la Cure 1989. La cabernet franc en estado puro, y desbocada. Lleva corriendo veintidós años y está todavía en fase de aceleración. Muy impactante aroma varietal (pirazinas galopantes, decía Luis), racial, con mucho carácter, imperfecto (apuntaba Ignacio), vino muy fresco y, al mismo tiempo, denso. Pongamos esos pimientos verdes al calor del hogar, démosles vueltas durante horas y bebamos el vino con una buena hogaza de pan. Ese es Joguet. La penúltima travesía de este nada llano país que es Francia, prometía una estancia más larga y jugosa, de nuevo a la vera del Ródano. La Borgoña, Cornas y Saint Joseph se abrían para unas horas más relajadas. O no...porque la probablemente última vendimia de Phillipe Engel (o quizás la penúltima, no sé la fecha exacta de su muerte en 2005) parió un René Engel Clos Vougeot 2004 no apto para paladares delicados. Este Clos Vougeot es una de las grandes expresiones y compañías para la caza: huele a vegetal, tiene unos taninos y una rusticidad de impacto, y lleva la sangre de becada y los perdigones en su código perdido. Del muy cotizado Jacky Truchot-Martin (las manos más callosas de la velada, sin duda) y su Morey-Saint Denys Clos Sorbes 2005 nada puedo decir. No nos cuenta nada de lo que suele, se muestra cerrado por completo y nos cita de nuevo para dentro de un par de años, por lo menos.
Nos dejamos llevar por la suave brisa del río para llegar a Cornas, otra de las tierras de promisión de los amantes del vino, donde la syrah es palabra y Noël Verset, Cornas, 1986, la máxima expresión del respeto por la vinificación más tradicional. Esta syrah rodaniana suele evolucionar bien pero la botella de Verset llega a la copa algo sucia, con mucha necesidad de oxígeno y de paseo y el poco tiempo que le damos nos demuestra la injusticia de hacer viajes como éste mirando al reloj de sol (aunque me pareció que Merlín llevaba en el talego una clepsidra). Un atisbo de brett oculta algo que saldrá al cabo de las horas: pimienta (pero muy discreta) y flores marchitas. El hombre que todo lo puede por la sencilla razón de que hace lo que quiere y cuando quiere, nos esperaba en la siguiente etapa, con su sonrisa socarrona y su gorrita de M. Hulot. Raymond Trollat, que se confunde con las paredes y toneles de su bodega en St. Jean de Muzols, me sorprende con su Saint Joseph 2005. Es un saintjoseph atípico para mí, de una explosividad apabullante. Es la máxima expresión de un bouquet garni alegrando un buen guiso de jabalí. Montebajo, sotobosque, laurel y tomillo, la mano de hierbas aromáticas silvestres que recoge Trollat me suena a la que debió regalar a su novia cuando se casó con ella. Espléndido y vibrante vino.
La búsqueda de la última puesta de sol sobre el océano nos llega con la última, la gran, travesía. Tierra de barros que recoge el sol del atardecer sobre Bairrada. Los vinos del Sr. Manuel das Dores Simôes son palabra de dios, es decir, de Dirk van der Niepoort. Y hay que prestarles la debida atención y respeto. De nuevo el Dores Simôes Quinta do Canto 1995 sorprende por una inusual finura. La brocha gorda, bastante habitual en la zona, es sustituida aquí por la suave extracción de una fruta de cepas viejas (sobre todo de baga) y por una buena acidez que ha permitido a este vino llegar en condiciones a nuestros días. Quizás su lugar en la demostración le perjudicó un poco (estaba demasiado tímido en mi boca tras el volcán Trollat), pero quedó el recuerdo de que los vinos de Dores Simôes son, quizás, los más espirituales y borgoñones de Portugal entero. De entre los no fortificados, claro...Aparecía ya el planeta vespertino en el horizonte cuando, justamente, llegamos a la última maravilla de la noche. Justa porque nos dejaba a las puertas del Marco, donde a pesar de todos los pesares (incluídas legiones de bebedores fantasmas, contumaces ignorantes de las maravillas que en él se siguen haciendo) la más respetuosa y longeva tradición se mantiene. Aunque hay que decir que el vino era, casi la defición sensu contrario: ¡Merlín con sus bromas! Agustín Blázquez, Jerez, Pedro Ximénez Viejísimo Carta Azul. Por supuesto, sin añada, pero con la intuición de no menos de treinta años a las espaldas de estos toneles, estamos ante un PX de Montilla que se hizo en la bodega histórica de Blázquez en Jerez. Lo especial de este vino es que no se encabezó jamas y sus azúcares se fueron consumiendo hasta llegar a los actuales 8% (¡ocho!) de alcohol. Un sirope de PX con toda la pureza de una PX virgen y todos los aromas de la antigua pastelería andaluza y marroquí en el interior de la copa: miel oscura de caña, pan de higos, café torrefacto, avellanadas tostadas, hojaldre y alfajor. Muy complejo y denso, nos abrió las puertas a la Revelación final: el Santo Grial no es una copa. Son muchas copas, en sitios muy distintos y hay que saber buscarlas siempre en la mejor compañía posible. ¡Esa fue mi suerte, la noche del pasado 27 de enero de 2012, en Monvínic!
Postscriptum. Por la foto que nos regaló Luis Gutiérrez al final de la sesión, ¡esta búsqueda incansable promete una segunda etapa! Aprovecho para agradecer a mi compañera de mesa, Elena, las fotos que me pasó. Sin ellas, este post hubiera quedado más cojo de lo que quizás esté...
Postscriptum ii. Lo siento. No me gustan los posts tan largos, pero éste tenía que ser inevitablemente así. Por el tiempo de lectura (¡de promedio!) que los lectores dedican a cada post de este blog, o leen muy rápido o se quedan a medio camino. Será una señal: !sólo algunos llegaréis a este final!