Revista Cultura y Ocio

Intentos de negociación

Por Legionixhispana

La caída de Sagunto. Capítulo IX

Afortunadamente pudimos renovar algo nuestras fuerzas, tomar cierto respiro para estos maltrechos cuerpos. En los últimos instantes de la batalla, los muros consiguieron contener las embestidas en oleadas y casi imparables de los cartagineses. Coincidió también que durante algunos días los ánimos de muchos de nosotros se recuperaron al conocer la noticia de la partida de Aníbal, habiendo dejado a cargo del cerco a su comandante númida sólo con parte de los efectivos.

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Cementerio hebrero a las puertas de entrada del Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.

Sucedió que, mientras Aníbal dirigía días atrás el ataque en la torre móvil, unos jinetes llegaron a galope tendido para informarle sobre la rebelión de los oretanos y carpetanos que se había producido. Parece ser que, en esta ocasión, la sublevación de estos pueblos sometidos al poder cartaginés se debía a la rigurosidad con la que el Bárquida reclamaba las levas para acabar realizando libre disposición sobre ellos. El Cartaginés no dudó un instante en partir raudo a sofocar el conato de motín, sobre todo si el cerco sobre Arse creía tenerlo medianamente controlado. Fue este un despliegue de fuerza tan rápido y efectivo que cogió por sorpresa a los integrantes de ambos pueblos íberos, a los cuales no les quedó otra opción que deponer su actitud hostil.

Y lo que creíamos que podría suceder, nunca llegó a producirse. La intensidad con la que los cartagineses arremetían contra las murallas apenas disminuyó; todo lo contrario, se emplearon con más rabia. Maharbal, hijo de Himilcón, metódico, continuó con el plan preestablecido en ausencia de su general. Llevó a cabo duras y sangrientas escaramuzas sobre la nueva línea de frontera que se había convertido el interior del oppidum; con estas acciones sus arietes lograban quebrar algunos tramos más de los lienzos murarios. El corazón de la ciudad permanecía expuesto a la voluntad de nuestros enemigos y apenas quedan fuerzas para contenerlos.

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Plaza de Estudiantes en Castillo de Sagunto. Según las investigaciones realizadas, sería en esta parte del castillo donde Aníbal concentró tu ofensiva y donde cayeron los lienzos de murallas y torres adjuntas. Al fondo, zona del Castillo de Sagunto donde se emplazó, presumiblemente, la necrópolis íbera primero y posteriormente la romana.

De regreso, Aníbal insistió en supervisar personalmente el resultado de las últimas ofensivas de su ejército mientras él se encontraba ausente. Sobre el terreno pudo comprobar toda un área colmatada de escombros fruto de los derrumbes producidos. Sin dar descanso a sus oficiales de mayor rango, los instó a reunirse en su tienda de campaña para estudiar el posible asalto final a la ciudadela, la parte más alta de la ciudad y nuestro último reducto defensivo. Para esas fechas, Aníbal ya tendría el completo respaldo del gobierno cartaginés; seguramente le habrían llegado informes en los que se le asegurara que la oligarquía púnica, fin a su causa, controlaba la voluntad del Senado cartaginés y, por tanto, los propósitos de la delegación romana, encabezada por Publio Valerio Flaco y Quinto Bebio Tanfino, habrían quedado en meras intenciones diluidas sobre el mar Mediterráneo.

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Balsa de decantación romana para producciones de aceite o vino en el interior del Castillo, posible almazara. Sagunto, Valencia.

Y así fue como, con la muralla inutilizada y nuevamente Aníbal al frente, dio comienzo un nuevo combate entre atacantes y defensores, entre sitiadores y sitiados en la zona de viviendas próxima a los muros derruidos. Hombres, mujeres y ancianos, famélicos por el hambre y con las fuerzas reducidas, resistían de forma indecible al empuje de las armas enemigas manchadas con la sangre de nuestros familiares y amigos caídos.

Una noche, cuando el frío helado se apoderaba de las calles de Arse, una sombra, oculta y sigilosa, emergía entre las ruinas de las casas limítrofes a la muralla interior; intentaba pasar al otro lado. Pero, ¿durante cuánto tiempo habría permanecido escondida? No se sabe, pero el caso fue que, gracias al amparo que le brindaba la oscuridad, consiguió salvar los puestos de vigilancia improvisados en ese sector de la ciudad y adentrarse en el campamento que Aníbal, días previos, había ordenado trasladar a la zona que ya controlaba.

El individuo miró hacia un lado por si alguien le seguía, luego miró hacia el otro para asegurarse que nadie lo observaba. Finalmente, la sombra se perdió entre las ruinas y la destrucción.

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Inscripción funeraria en Antiquari Epigràfic del Castillo de Saguto. A Cayo Julio Aniano, hijo de Cayo. Lo hizo Cayo Julio Sabino, hijo de Cayo.

Se trataba de Alcón, el anciano miembro del Consejo de Arse que, al inicio del conflicto, era partidario de mantener contacto con el general cartaginés e intentar alcanzar algún tipo de acuerdo con los agresores. Era el mismo al que se le desoyeron todas sus propuestas en favor de hacer valer, a su pesar, el pacto de amistad con los romanos. Pero, ¡qué lejos parecían quedar esos tiempos!

Fruto de la desesperación, tal vez se le pasara por la cabeza que, con algunos ruegos y súplicas al Bárquida, obtendría algún tipo de acuerdo meramente satisfactorio para su pueblo tras una rendición, intuyo que pactada. Quizás pensara que rememorando las excelentes relaciones que desde antaño mantenían las dos ciudades y derramando unas cuantas lágrimas solicitando el perdón, conseguiría ablandar el corazón del general cartaginés. Y con estas inocentes pretensiones fue llevado a la tienda de campaña de Aníbal cuando se le interteptó merodeando por el campamento enemigo.

Completamente a desgana, el general consintió recibirlo y escuchar sus ofertas esa misma noche; parecía como si quisiera despachar este incómodo asunto lo antes posible. Pero, en contra de las pretensiones del ingenuo Alcón, Aníbal, como vencedor ensoberbecido y exasperado a esas fechas por toda la resistencia recibida, acabó exigiéndole unas condiciones de paz duras, severas y humillantes. Después de deponer las armas, los saguntinos tendrían que restituir sus propiedades a los turboletas, pues, al fin y al cabo, esta había sido la excusa esgrimida por el pueblo de Cartago para atacar a la ciudad. Además, debían entregar todo el oro y la plata que estuviera en posesión, fuera público como de manos privadas; la población tenía que abandonar las defensas y alejarse de las murallas tan sólo con una prenda de ropa como propiedad y permaneciendo a la espera del nuevo lugar que, Aníbal, como general victorioso, decidiera que habitasen. A cambio de todo ello, y sólo a partir de entonces, se les perdonaría la vida.

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Torre y muralla reconstruida según su aspecto tras el asalto de las tropas francesas. La torre queda levantada sobre la base de una manufactura romana. Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.

Tras escuchar las implacables exigencias que Aníbal imponía a condición de respetar la vida de sus conciudadanos, Alcón no pudo hacer otra cosa que caer de rodillas y abatido, ocultando entre sus enjutas y arrugadas manos las lágrimas que empañaban su rostro. No hay salvación para Arse – lloraba. Nadie en la ciudad estará dispuesto a aceptar unos términos tan severos.

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Pedestal con inscripción imperial hallado en Castillo de Sagunto. A Druso César, hijo de Tiberio Augusto, nieto del divino Augusto, biznieto del divino Julio, cónsul. Siglo I d.C. Época Julio-Claudia. Museo Histórico de Sagunto.

Daba la casualidad que, esa misma noche, por las inmediaciones del recinto se encontraba Alorco, el que fuera comerciante y amigos de los saguntinos antes de que se iniciara el conflicto. Efectivamente, aquel que se viera obligado a abandonar la ciudad junto a su familia y todos sus allegados. Por circunstancias del destino, el antiguo mercader había acabado engrosando las filas del ejército púnico, siendo uno de los hombres responsables del avituallamiento. En su caso, no lo dudó un instante y se acercó hasta Alcón a quien reconoció al instante mientras éste sollozaba en un rincón con la cabeza gacha. No puedo regresar con estas condiciones – se le escuchaba gimotear. – No puedo, me matarían.

– ¿Alcón? Porque eres Alcón, ciudadano de Arse, ¿no es cierto? – Se dirigió Alorco al viejo consejero con sumo tacto y cortesía.

Curioso, el anciano levantó la cabeza al escuchar pronunciar su nombre; sus enflaquecidas mejillas permanecían bañadas en lágrimas. Miró a los ojos del mercader intrigado; tenía la sensación de conocerlo, tal vez de otro tiempo, alguno muy lejano. Debía de ser tan lejano que ya ni se acordaba de haberlo vivido; los excesos de violencia, penuria y destrucción de las últimas fechas no habían dejado espacio para aquellos recuerdos. Pero eso le daba igual a Alcón, quien era incapaz de abandonar su cantinela repitiéndola una y otra vez: No puedo regresar con estas condiciones, me matarán. Me matarán…

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Parte de una estructura de prensado periodo romano. Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.

Cuando por fin Alorco pudo saber de lo ocurrido, de los pormenores de la entrevista celebrada entre Alcón y Aníbal, el mercader, comprensivo, se dirigió al viejo saguntino: No te preocupes, viejo Alcón. A veces los ánimos son vencidos cuando es también vencido todo lo demás. Pero sólo por ello no debes desfallecer. – Sin más, se incorporó y se alejó, dejando al anciano en el rincón donde lo había encontrado, envuelto como estaba en su mar de lamentos.

No se lo pensaría dos veces y marchó para pedir audiencia con el general cartaginés. Declarándose abiertamente antiguo huésped de los habitantes del Arse, Alorco le solicitó al Bárquida erigirse como mediador de la paz entre los cartagineses y los saguntinos, algo que el viejo consejero no había conseguido. Aníbal no puso objeción en su petición, aunque Alorco tampoco conseguiría minimizar los términos que éste imponía.

Accesos a los calabozos del castillo correspondiente a la Guerra de Independencia, en los que se reaprovecharon las estructuras de cimentacion de la cisterna romana ubicada al sur del antiguo foro. Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.

Y así fue como, a la mañana siguiente,  se presentaba ante los puestos de guardia saguntinos, entregaba sus armas y era llevado junto a los miembros del Consejo que aún quedaban vivos. Conforme ascendía calle arriba, escoltado por varios soldados, lo vi pasar. Yo me encontraba sentado en el banco corrido de una de las fachadas de viviendas que aún se mantenían en pie en esta parte de la ciudad; preparaba mi falcata para una nueva jornada cuando nuestras miradas se cruzaron. Él me sonrió, tuvo que reconocerme como yo lo reconocí a él. Parecía seguro o, por lo menos, así me pareció en su forma de caminar y en la cálida sonrisa que me dedicó. En respuesta, agaché la cabeza y continué afilando mi arma con la piedra; presentía que muy pronto tendría que volver a utilizarla.

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Pasillo o corredor en los interiores de los calabozos. Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.

Se trataba de una estancia lúgubre, siniestra, donde apenas se colaba la luz del sol. Olía a hambre, a enfermedad, a muerte. Su interior no lograba caldearse con las brasas de un hogar que una mujer se afanaba para que no se apagaran. Al abrir la puerta, al fondo y rodeado por el resto de consejeros, postrado sobre un lecho mal respiraba un enfermo Isbatoris. Pronto una multitud de curiosos se congregó en el lugar para escuchar las nuevas que venía a traer este representante de los enemigos. Nada que ver la escena con la vivida años atrás, tuvo que pensar Alorco.

El que fuera mercader en Arse, paciente, esperaba permiso para exponer a los asistentes las noticias que había venido a transmitir; ya no estaba tan seguro de las palabras que debía emplear, sobre todo después de la escena que estaba contemplando. Después de un eterno silencio casi sepulcral, varios golpes de tos seca precedieron a la débil voz de un anciano que, apenas audible, se le oyó hablar. – Disculpa si no somos unos excelentes anfitriones, mi viejo amigo, y no te ofrecemos nada de comer o de beber. Pero como habrás observado por ti mismo, desde hace algún tiempo carecemos de estos sustentos tan necesarios. No te lo tomes como un desagravio entonces y cuéntanos aquello para lo que has venido hasta nosotros.

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Área de cimentación de la basílica romana. Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.

Alorco organizaba mentalmente sus ideas mientras rememoraba orgulloso esa confianza que el anciano transmitía cada vez que intervenía en público. Notaba como, aún en las que debían ser sus últimas horas de vida, y después de tanto sufrimiento padecido, el viejo consejero se resistía a abandonar su papel de excelente diplomático. – Pero qué gran líder habría llegado a ser este sabio anciano, pensó para sí. Con esos gratos recuerdos, Alorco inició su intervención.

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Personaje togado. Siglo I d.C. Época Julio-Claudia. Hallado en Foro, Basílica. Museo Histórico de Sagunto.

La pasada noche vuestro vecino y respetable miembro del Consejo, Alcón, decidió cruzar al otro lado de las murallas, a los espacios de la ciudad controlados por Aníbal. – Tras escuchar sus primeras palabras, un gran revuelo se produjo en la estancia, lo que obligó a interrumpir la intervención del antiguo mercader. – Pero no os preocupéis, su intención fue honesta y honorable. Aquí Alorco realizó una pequeña pausa para tranquilizar los nervios de los presentes. Decidió arriesgar su vida por cuenta propia, buscaba dialogar con el general cartaginés y pedir la paz para vuestro pueblo. Pero las condiciones de Aníbal, aquellas de un líder que se siente victorioso, son las que son; demandas que vuestro conciudadano no se ha atrevido a transmitiros por miedo a las represalias que pudierais llevar a cabo hacia su persona.

Alorco miraba a los ojos de aquellos que podía distinguir entre las sombras, necesitaba comprobar cómo iban calando sus primeras palabras en la conciencia de los saguntinos. – Yo no me erijo como el portavoz de vuestro enemigo, pero tampoco como traidor de su pueblo. Si estoy hoy aquí, ante vosotros, es por la enorme hospitalidad con la que siempre me habéis obsequiado. Aunque, tal y como reconozco y por causas ajenas a vuestra propia voluntad, ese mismo abrigo un día os visteis en la obligación de negármelo.

Área de cimentación de la basílica romana. Para generar el espacio donde se emplazó el foro romano, se realizó una monumental obra de ingeniería para la que se sobre elevan los primeros muros del periodo republicano. Con los contrafuertes del muro norte se diseña la cisterna sur, a la vez que se levanta la basílica. Algunos de los espacios o huecos resultantes funcionarán a modo sótanos del edificio público. Castillo de Sagunto, Valencia.

Hoy he querido acercarme hasta vosotros para transmitiros que, no sólo existe salvación para Arse, sino también unas dignas condiciones de paz que os asegurarán conservar vuestras vidas. Pero antes de que os apresuréis a tomar cualquier decisión, quisiera recordaros que mientras tuvisteis fuerzas y optimismo para resistir en la lucha o bien alguna esperanza en la llegada de la ayuda romana, nunca os hablé de tratados de paz ni rendiciones. Creo que es justo que así lo consideréis – apostilló Alorco. Pero ahora que ya no esperáis nada de vuestros amigos los romanos y que vuestras defensas apenas se mantienen en pie para protegeros, os traigo una paz más forzada por vuestras necesidades que justas por sus condiciones. Una paz que, vuestro enemigo, Aníbal impone como vencedor de esta contienda y que debéis aceptar vosotros como vencidos.

FRAGMENTOS DE CORNISA

Fragmentos de cornisa con cabeza humana. Siglo I d.C. Época augustea. Foro, Basílica. Museo Histórico de Sagunto.

Pronto corrió la noticia entre los saguntinos de la llegada del mercader con las condiciones que imponía Aníbal para la total rendición de la ciudad; todos querían escucharlo, lo que obligó pronto a desalojar el lugar. Las viviendas, calles e, incluso, los propios puestos de vigilancia quedaron abandonados para arremolinarse alrededor de la puerta donde se estaba celebrando la reunión con los miembros del Consejo. Sentado como estaba, afilando mi falcata, vi a la gente de Arse correr hasta el lugar de reunión. Desaliñados y enflaquecidos, todos esperaban el final de este asedio infinito e intuían que allí se estaba decidiendo el cómo.

Desde la posición en la que me encuentro – continuaba Alorco con su exposición. – no la de un enemigo victorioso, sino la de un amigo entristecido, deseo insistir en que las esperanzas de paz, por muy débiles que estas puedan suponer e injuriosas para muchos de vosotros, dependen, exclusivamente, de que las aceptéis y asumáis sus términos como un pueblo vencido, conquistado, y a Aníbal, quien las impone, como el conquistador. Sólo desde las mismas leyes que establecen la guerra podréis ver, sin daño ni perjuicio, que todo lo que queda es siempre para el vencedor y cualquier cosa que este pueda dejar será todo un regalo para los vencidos.

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Interior de la cisterna de los veintidos pilares, actualmente no visitable. Castillo de Sagunto. Imagen tomada de la página: castillodesagunto.blogspot.com.es

En silencio, los sitiados se miraban los unos a los otros sin palabras que expresar. Ni los miembros del Consejo, ni los hombres de armas y ni tan siquiera la población, era capaz de pronunciar su opinión. Eran como rocas mudas, ni a favor por miedo a las represalias, ni en contra por temor a abocar a su pueblo a la completa desaparición. Por su parte, Alorco sabía interpretar perfectamente los tiempos y los silencios que en ellos se producían, estos mensajes sin palabras, las dudas de los reunidos como a él le gustaba llamarlos; no era más que otra negociación para el experimentado mercader.- Quiero decir con esto que la ciudad de Arse, cuya mayor parte yace entre ruinas y de la que el general cartaginés ya ha hecho suya, os la arrebata. En cambio, no todo perderéis. Vuestros campos y tierras os permitirá mantenerlos. Aníbal os asignará un lugar donde podréis construir una nueva ciudad, en paz y prosperidad. Pero el vencedor de este prolongado y duro asedio ordena que todo el oro y la plata, tanto de las arcas públicas, como de sus habitantes, le sea entregado. A cambio de este duro agravio, os mantiene la condición de hombres libres, debiendo abandonar las defensas. Portaréis sólo dos piezas de ropa cuando la abandonéis, permaneciendo completamente desarmados. En resumen, esto es lo que demanda el general cartaginés, el vencedor de esta fatídica guerra. Yo, desde la posición que ocupo, no pierdo la esperanza de que, cuando todo esto haya acabado, Aníbal termine rebajando alguna de sus pesadas y amargas cargas, pero entiendo que, aun así, debéis someteros a ellas en lugar de insistir en una lucha sin sentido y permitir que seáis todos masacrados mientras vuestras mujeres e hijos son esclavizados ante vuestros propios ojos.

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