Detener el tiempo. Apoderarse por un instante de él. Y hacer una foto fija de aquello que se quiere transmitir, contar, sentir… Una vez más, la condensación del tiempo del que sabe que no lo puede malgastar en los superfluo se adueña de nuestros sentidos al leer esta agonía de las emociones humanas que representa Los fuegos de otoño, donde el miedo, la angustia, el terror, el amor, el deseo o la juventud se nos muestran como un largo travelling de las emociones humanas. Una tras otra. Cada una a su tiempo. Incrustadas con la maestría a la que nos tiene acostumbrados la autora ucraniana para conformar este gran fresco de la historia contemporánea. En este sentido, la perfecta coordinación de las elipsis y su sabia distribución hacen de esta novela una singular muestra de todo aquello que redime y condena al ser humano. Cuesta, y mucho, imaginar a Irène Némirovsky aislada bajo los árboles escribiendo en sus cuadernos. Al aire libre. Donde la libertad todavía forma parte de la magia de la creación. Donde el tiempo se detenía por un instante, aquel en el que ella construía y reconstruía sus historias y su vida, tan pegada al trágico destino de varias generaciones. Los fuegos de otoño está concebida como un fresco contemporáneo de aquello que estaba ocurriendo en el desmoronamiento de Europa y la sociedad burguesa condenada a cambiar. Así, la novela se nos presenta, de nuevo, como un mapa de las grandes emociones humanas que la autora ucraniana tan bien diseccionaba y que ya están presentes en el inicio de la misma: «En la mesa había un ramillete de violetas frescas; una jarra amarilla con la tapa en forma de pico de pato, que se abría con un leve chasquido par dejar pasar el agua; un salero de cristal rosa con la leyenda “Recuerdo de la Exposición Universal, 1900”. (En doce años, las letras que la formaban se habían descoloridos y medio borrado)». ¿Acaso cabe decir más en tampoco?, pues esta imagen estática es una fotografía demoledora y premonitoria de los nuevos tiempos que se avecinaban. A esta gran particularidad de su literatura habría que añadirle otra no menos importante o transcendental, como es la de la valentía. Némirovsky, refugiada en sí misma los últimos meses de su vida antes de ser arrestada por el gobierno de Vichy en Issy-L’Évêque y ser traslada a Auschwitz, fue consciente de que le quedaba poco tiempo y, aparte de dedicárselo a sus hijas, lo utilizó para escribir simultáneamente dos de sus grandes obras, la célebre Suite francesa, cuya versión corregida saldrá a la luz en otoño en Francia, y Los fuegos de otoño, publicada recientemente por Salamandra con las últimas correcciones que la autora le introdujo antes de ser arrestada. Estas últimas correcciones han dejado a Los fuegos de otoño como ese resplandor que purifica y prepara las nuevas semillas, tal y como se recoge en una pasaje de la misma: «La señora Pain se dejó invadir por un ligero y breve sueño, y de pronto, se encontró en un lugar desconocido, en el que veía acercarse a Thérèse. Ella rodeaba con los brazos a su nieta, le acariciaba la cara y le hablaba.. ¡Oh, con qué sabiduría le hablaba! Le explicaba el presente. Le revelaba el futuro. La cogía de la mano y caminaban por grandes campos en los que ardían hogueras. «¿Ves? —le decía—. Son los fuegos de otoño. Purifican la tierra; la preparan para las nuevas semillas. Vosotros aún sois jóvenes. Esos grandes fuegos aún no han ardido en vuestras vidas. Pero se encenderán. Y devorarán muchas cosas. Ya lo veréis, ya lo veréis...»
Los fuegos de otoñoson el retrato sin escrúpulos de la falta de unos principios y una moral por parte de una sociedad que llevaron a Europa al desastre de la IIGM. Una catástrofe que se fraguó tras la declaración de paz de la IGM y los locos años veinte, donde todos querían su porción de la tarta y la diversión hedonista del cuerpo y la perpetua evasión de la purificación del alma, como mejor ejemplo del resplandor que purifica la tierra y prepara las nuevas semillas.
Ángel Silvelo Gabriel.