Revista Cultura y Ocio

Juego sucio

Publicado el 07 abril 2017 por Zeuxis
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Por Zeuxis Vargas
Vosotros, la prensa siempre así, siempre negativo, nunca positivo. Louis Van Gaal.
La Masa Desiré Lumumba o como todos le llamaban, el gran Shaka Pindam, saldría pronto por televisión. En la noche sería la noticia más vista en toda Zambia. La entrevista causaría sensacionalismo y por un tiempo sería lo único que el país seguiría viendo con avidez y morbo. Con los años, aquel acontecimiento pasaría a convertirse en el principal dato que la audiencia y la nación tendrían en cuenta del gran Shaka Pindam y, su reputación, sería evaluada, a través, de ese pequeño visor encarnado al alma de las personas que, miopes, no sabrían reconocer a la leyenda. El destino de Desiré Lumumba acababa de ser escrito para siempre y su pasado, que había logrado conmocionar por completo el espíritu de una cultura, sería dejado a un lado hasta por aquellos que conocían de primera mano la verdad. Por fin, los puños apretados de su infancia le habían alcanzado. El reportaje se había desarrollado durante los primeros minutos de forma excelente. Ni una palabra por parte del jugador y un esfuerzo en vano, como siempre, por parte del reportero, quien había quedado entumecido frente a las cámaras, avergonzado y frustrado ante la inexpresividad. Una derrota, que por lo demás, tenía que ver con la reputación del gremio y con el trabajo de doce horas que el entrevistador había transformado en un oficio de persecución y acoso hacia los jugadores del Zanaco F.C. El mutismo había llegado a un nivel sólido exasperante en los últimos dos años. Pero esa noche había alcanzado la cima de la irritabilidad. La Masa Desiré seguía siendo la estrella, el as bajo la manga del entrenador Laurent Bwayla. Por eso, cuando se trataba de posar y de prometer un buen espectáculo ante las cámaras nadie ponía en duda su resolución de exhibir a Shaka Pindam. Cuando se tenía que dar conferencias ante los medios no había nadie mejor para enviar hacia las hienas que al guerrero por antonomasia que recogía y enriquecía la variedad de una tradición adoptada y dada por ancestral. El pueblo entero se había manifestado y al defensa central del Zanaco, desde hacía más de una década habían decidido bautizarlo con el título del gran Shaka Pindam: el último zulú. No sólo se trataba del jugador más importante de toda la liga y de todos los tiempos sino que en Desiré se compactaban lo sueños de la masa africana más entusiasta por la libertad. Shaka Pindam era una escultura viviente, y su silencio ante las cámaras inflamaba los ánimos de los aficionados. El futbol se había convertido en un hecho casi mitológico donde el héroe del pueblo era Desiré Lumumba. Pero aquella entrevista, que pronto saldría al aire y que sería trasmitida en todo el mundo, borraría el espejismo de la apasionada cara de sus adeptos y sus más fervorosos admiradores. Su juego era eficaz. No había equipo alguno que pudiera derribar la defensa; la muralla misma que era Shaka Pindam. Sin embargo, todos se hacían una sola pregunta ¿cuál era la razón que había llevado al jugador a renunciar? La entrevista había logrado lo imposible. Durante diez años Lumumba había jugado por completo todos los partidos. Cada encuentro era una fiesta de poder y músculos, de ajuste sincero con la majestuosidad y la armonía que un hombre debía tener frente a una pelota de fútbol.  Un hombre, uno sólo había sido capaz de unir todos los clanes, todas las tribus y todos los odios. Ese hombre era Desiré Lumumba, el último zulú. Desiré no era zulú propiamente, de hecho, tenía más de alemán y cazador nómada bemba que de guerrero zulú. Su madre una negra esbelta de tetas inmaculadas había llegado a las minas de cobre de Copperbelt en 1977, tras el auge que la minería había causado con su alud de migraciones tribales a lo largo y ancho de todo el país. Al principio Salomey Lumumba trabajó como cocinera debajo de los toldos ardientes y fétidos que clavaban los mercaderes frente a las gargantas de las minas, pero el hambre y la necesidad le agusanaron el amor propio y pronto, Salomey fue pasando, como una tolla de limpiar el sudor, por todos los cuerpos de los mineros. El niño nació en octubre, mes de las inundaciones y los muertos, justo cuando se celebraba la independencia de la nación. Fue un día feliz para Salomey quien entrevió un destino mágico para su hijo a pesar de que tuvo que parirlo en un nicho empantanado a las afueras del basurero de la aldea. Desiré creció fuerte, era un niño corpulento, arriesgado y sin temor alguno.  No había nada que no pudiera cargar sobre sus hombros. Pindam, sobrenombre que se había ganado a punta de puñetazos limpios y demostraciones de fuerza se las arreglaba solo para dejar claro que a pesar de provenir del mismo limo de la sociedad, nadie, jamás, iba a herirlo o a arrodillarlo. Desiré era un chico frío y sin remordimientos y cómo todo niño de su generación deseaba ser boxeador y llegar algún día a competir en los cuadriláteros sangrientos de la capital. A los cinco años, su madre, Salomey, perdió la guerra contra un cáncer agudo después de recibir una golpiza propinada por un minero que no había querido pagarle los segundos de placer en las galeras, desde entonces, Desiré selló sus labios ante las palabras largas como metralletas. Sólo se obligó a responder con monosílabos, con pequeñas afrentas de pedazos de palabras que se parecían a porcelanas rotas en los labios. Su vida cambió a los siete años, a los quince años y a los veinticinco años.  En 1986 Themba Burell el mayor comerciante de mercancías de la zona minera, instaló por primera vez en toda la región sureste de los baldíos de Copperbelt, un televisor. Los niños terminaron temprano de cargar carretillas y baldes, de llevar al lomo los sacos y los maderos enmohecidos y podridos y se apresuraron con alegría a la tienda del musulmán. El premio era la trasmisión de la pelea del gran Iron Mike, que HBO, iba a trasmitir para el mundo entero. El corro de cerámicas a medio hacer, que era ese polvo de lodo y niños frente al televisor, parecía remedar los soldados de terracota de la china pero justo después de una batalla donde habían sido cruelmente derrotados. Burell maldijo, movió, sacudió y golpeó el televisor hasta sacarle chispas. De pronto, del fondo de la pantalla, los dos hombres se enfrentaban rompiendo con sus puños todo lo que podía resistir el cuerpo humano. Los niños estaban enloquecidos, nunca habían visto a Mike Tayson en persona y esta era la primera vez que podían ver sus movimientos, su izquierda feroz, su gesto brutal ante el enemigo. Algunos amagaban, imitaban cada paso y se levantaban eufóricos como cohetes prendidos en las manos de una noche decembrina. Desiré miraba largamente la pelea, la estudiaba. El examen fue más fiero que el combate, no se le escapó ningún detalle de los diez asaltos y cuando Mike logró tumbar a Mitch Green tras acorralarlo contra las cuerdas, Desiré supo que lo suyo era el boxeo, los ojos tenían una extraña determinación y las manos se le apretaron como confirmando una promesa. Días después mientras pasaba frente a la tienda de Burell el niño pudo observar su destino como nunca más lo volvería a ver. El sol, aquel medio día, caía implacable sobre los yacimientos encharcados. El cabello rojizo del negrito y sus ojos esmeraldas, refulgían como una antorcha alumbrando el resplandor de ese fuego que era el bochorno. Al principio pensó que era un partido local de los que tanto le gustaba observar al mercader. Pero poco a poco se fue acercando a la pantalla y sin percatarse, del impulso ruinoso que su cuerpo fue acomodando entre los bultos de cereales, se vio sumergido en un aletargamiento tenaz que le hacía abrir los ojos como si en la pantalla del televisor hubiese un gran talismán que lo estuviese hipnotizando. Uno de los jugadores lanzó un pase al fondo, un toque arriesgado, perdido casi y muy a la mano de los dos rivales que le caían encima al pequeño jugador albiceleste, quien lo recibió, y con una suerte de regate de giro a la izquierda salvó el medio campo y comenzó una alocada carrera hacia el arco contrario, una carrera de doce carros en fila jamás vista en la historia del futbol. El niño no podía creer lo que veía, aquel hombrecito corpulento de velocidad impresionante que salía en la pantalla, se llevaba por delante a todo el equipo inglés: una maniobra a la izquierda, una a la derecha, de nuevo un empujón suave a la pelota, salto y finta esquivando al arquero y un puntapié magistral, incómodo, mientras caía, fueron los elementos que el africano observaba, lelo, ante ese aparato que gritaba gol. El televisor era un espejo de agua, un caldero de donde emergía toda la vida, todo el fervor de ser un alguien. La repetición le pareció fenomenal, sus ojos estallaban de asombro, eran, definitivamente, los ojos de un hombrecito que se había encontrado con su vocación. El niño se tiró al suelo, al piso reseco y cuarteado, amarillento como oro podrido y comenzó a dibujar la jugada de memoria. — ¿Qué haces ahí pequeña hiena, ladronzuelo? Ven aquí que te voy a moler a garrotazos, vas a ver la furia de mi alfanje. Maldito negro. ¡Ven! Pero sólo una harija revuelta escuchaba al tísico musulmán. A los lejos, sobre las primeras dunas que se acercaban como lengüetazos de algún mar reseco a las tiendas de campaña de los mineros, el niño gritó: — Seré el mejor futbolista de Zambia. Era el 22 de junio de 1986, un mes antes, Desiré había apretado sus puños frente a ese mismo televisor y había jurado ser un boxeador de renombre, ahora, las manos le temblaban. Era medio día. Si el infierno existía, tenía que tener la temperatura de aquella excavación. Al otro lado del mundo, Maradona anotaba el mejor gol de la historia y el niño Desiré, cambiaba su destino por un sueño. Desde entonces todo fue trabajo sucio y pegarle a una pelota hecha con los trapos embarrados que dejaban los mineros en los rincones más sucios de los túneles. No se le volvió a ver involucrado en pelas ni en riñas de pandillas, se la pasaba solo, medio atontado y algo torpe, intentando dominar un amasijo de cosas podridas que eran la versión más fermentada de un balón de futbol.    A los 12 años debutó como centro campista en un equipo de las ligas inferiores de la ciudad. Sus pies no le dejaron pasar de los primeros tres cuartos de cancha, era como si sus extremidades inferiores le ordenaran que su posición era la de ser un defensa central. El entrenador no tuvo de otra que dejarlo en aquella posición y fue entonces cuando todo comenzó a brillar en medio del desastre que era jugar en una cancha abandonada a las afueras de la ciudad donde sólo seis obreros negros medio borrachos motivaban a los chicos en su estreno. Aquella era su posición, era la muralla, la mole de músculo que ningún rival podía atravesar. Así fue como ganó su primer juego. Desiré que desde aquel día sería llamado Shaka Pindam: la Masa, fue creciendo, agigantándose cada vez más hasta ser un jugador descomunal e intimidante. Su vida había cambiado para siempre y ya no necesitaba de los puños para hacerse respetar. Ahora todo era aguantar con inteligencia cada ataque que los jugadores contrarios intentaran. Los porrazos iban y venían pero esta vez llegaban de una fuerza alegre que basaba toda su energía en ir tras un balón. Los empujones, los ensayos irremediables por dejar a atrás a Desiré, comenzaron su embestida durante todo el resto de su vida sin victoria alguna. La Masa Desiré Lumumba era impenetrable, sus pases eran precisos, de una creatividad casi matemática. Los despejes y sobre todo las intercepciones eran su destreza, pero el clamor entero emergía del silencio expectante cuando el gran Shaka Pindam, sucumbía a la gana de hacer una barrida. Aquel momento era esperado y sufrido por todos los espectadores. Las barridas eran una acción rápida y limpia que ningún contrincante podía evadir, no había regate que pudiese burlar a Pindam, el último zulú. A los quince años logró su primera victoria de campeonato serio y en poco menos de 8 años había pasado por los mejores equipos de Zambia. A los quince hizo su presentación ante las cámaras que no podían encuadrar al gigante. Tenía toda la silueta bestial de un boxeador pero en sus ojos serios e imperturbables cabía toda la selva de África. En el fondo de aquellos ojos  se podía observar bullir el espíritu del balompié. Aquella ocasión, cuando logró ganar a los quince años su primer torneo, el entrenador le rogó que se quitara la camisa y que invocara ante los medios audiovisuales el orgullo de los zulúes; fue así como nació la leyenda. De pasar a ser el mejor defensa central, Desiré se convirtió en el emblema nacional. Fue cuando comenzaron a acosarlo, el ir y venir de cámaras, de ser modelo aquí y allá y pronto, la fama comenzó su perforación inaudita. A los 20 años Desiré era el jugador mejor pagado de Zambia y a los 25 años había alcanzado a amasar una de las más grandes fortunas de todo el continente. Pero todo comenzó a venirse abajo poco a poco. Todo inició en el segundo encuentro que el Zanaco F.C. tuvo contra el Mufulira Wanderers F.C.; un año antes “los banqueros” del Zanaco habían derrotado por tres goles a uno a “los poderosos” del Mufulira. La gran revancha comenzó en medio de un sol despiadado. El primer tiempo estuvo marcado por una suerte de idas y venidas agresivas que no terminaron en nada, pero hacia el final del primer tiempo Shaka Pindam dribló con el balón y en un despeje sorpresivo hizo que su equipo, en un contraataque formidable, pusiera la diferencia. Al comienzo del segundo tiempo la Masa Lumumba defendió con acero puro la cancha propia. Faltaban quince minutos y Zanaco volvería a alzar la copa, pero un hombre odioso y tramposo vino desde atrás justo cuando el arquero le lanzaba el balón a Desiré. Quitándole el pie de apoyo levantó al gran Shaka por el aire haciéndolo caer sobre sus musculosas nalgas que rebotaron el cuerpo del último zulú varias veces sobre el césped. El estadio quedó petrificado, era la primera vez que un contrincante tumbaba al héroe nacional. — Dicen que después de aquella falta usted ya no pudo volver a jugar, que su carrera está perdida y que el entrenador sólo sigue manteniéndolo en la banca y le deja jugar cinco minutos porque lleva a cabo un acto de misericordia con usted, ¿es verdad?, sus admiradores necesitan respuesta. Una tras otra las preguntas iban y venían con más acidez. Los últimos dos años se habían ido en contestar con silencio a esa pregunta que barajada en diez mil versiones lo estaban volviendo loco. La última vez que se atrevió a contestarla dijo toda la verdad. — Estoy jodido de los riñones. Eso es todo. Esa respuesta no bastó, el reportero siguió atacando, se dedicó a perseguirlo y a averiguar todo sobre la vida de la estrella y a documentarse sobre los más oscuros informes que había sobre el niño nacido en las minas.  El último año vino con nuevos jugadores, un juego de ataque más agresivo y unas estrellas que querían apagar lo que quedara de nebulosa en los astros antiguos. Desiré era uno de ellos. La liga de campeones quedaba de nuevo en manos de Zanaco, pero a los espectadores poco les importaba la victoria, lo que verdaderamente querían saber era porqué Shaka Pindam ya no jugaba. Desiré había contestado a esa pregunta un año antes pero nadie podía creerlo o quería creerlo, el gran Shaka Pindam era indestructible, tenía que jugar. El reportero fastidiando, imprecaba y atizaba antiguas enemistades ganadas por el crack. La renuncia del futbol era una decisión irrevocable y el silencio de La Masa era imperturbable. Dos años habían pasado sin sorpresa alguna y sus leves apariciones sólo confirmaban que se trataba de un mito. Nunca debió conceder esa entrevista, el reportero, de pronto, recordó algo inevitable y como si se tratara de un elefante, la pregunta se fue sentando poco a poco hasta machacar todos los años. — ¿Es cierto que su madre era una puta que vendía su cuerpo en las minas para costearle su futuro como boxeador pero que usted se hizo jugador de fútbol porque para eso era lo único que le daba el cuerpo? Los dientes salieron disparados, los lentes se estrellaron contra la cámara. El entrevistador cayó inconsciente. Shaka había logrado propinar un golpe certero. Tras noquear al reportero, enfurecido, repleto de desencanto, gritó: — Mi madre era una santa. Soy el hijo de la última mujer libre de este país. Le debo todo a mi madre y a las minas ilegales donde crecí, no le debo nada a este país, por mí, que se vaya a la mierda esta nación con su afán de estrellas falsas. Aquí sólo se han aprovechado de mí pero cuando los necesité, en lugar de recibir comprensión he recibido reproches.  Aquí sólo quieren un ídolo de cobre. Nunca más volveré a jugar. Siete hombres de seguridad fueron necesarios para poder calmar al gran Shaka que a punta pies y puñetazos destruía el lugar. La noticia fue editada, el entrevistador fue maquillado con lo que pudieron y le hicieron leer otra pregunta; cortaron aquí y allí y aquella confesión repleta de amor que destrozó con lágrimas y desilusión todo cuanto había en la locación, fue convertida en el mejor reportaje de odio trasmitido por aquel noticiero. En pocas horas el hombre que Zambia más amaba sería olvidado para siempre. — Es usted el mejor jugador del país. Tiene una gran deuda con sus admiradores. ¿Qué les diría a aquellos niños que desean ser como usted, a esa generación de posibles figuras del futbol? — “No le debo nada a este país, por mí, que se vaya a la mierda esta nación. Nunca más volveré a jugar.”
La noticia se trasmitió, así, en la noche.

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