- Noooo, no quiero, dejarme en paz.- gritaba el niño mientras pataleaba.
- Nada hija que no hay forma de que este niño se esté quieto, así no hay manera... ¡Para ya que te voy a cortar una oreja!
Se
oyó la cerradura de la puerta y después el tintineo de unas llaves
chocando unas con otras al guardarse en un llavero de piel.
- Pero que griterío es este...
- Hola cariño. Dile tu algo anda que con nosotras se pone como una fiera. Este crío es imposible.
- Bueno... normal, porque quiere cortarse el pelo donde los hombres ¿verdad hijo? Venga, nos vamos a la barbería.
Recordaba aquello como si fuese ayer. A pesar de que vivía lejos del
centro seguía yendo a aquella barbería solo porque el
olor a jabón le hacía recordar al hombre serio y de carácter, pero
sobretodo bondadoso que fue su padre.
Mientras le acariciaban con la brocha miraba con angustia sus propios
ojos, tan grises como los de él. En ellos se adivinaba el peso del
remordimiento por no haberlo antendido como debía. Cada día le echaba la
culpa al trabajo, a la falta de tiempo, a un piso sin ascensor...
Intentaba autoconvencerse de que una enfermera lo cuidaría mejor pero
ahora se daba cuenta de que no fueron más que escusas para
desentenderse.
La realidad era que no soportaba ver como su idolatrado padre se iba marchitantando al igual que a ningún niño le gusta ver debilidad en su superhéroe favorito.
Así
se perdió sus últimos meses de vida sin darse cuenta de que
un viejo, más que medicinas o higiene, lo que necesita es el calor de
sus hijos.
Por ello escudriñaba los ojos grises del espejo buscando el perdón en
ellos. Pero solo salía una lágrima que el barbero se había acostumbrado a
enjugar enmascarando la compasión siempre con la misma frase:
- Suele pasar, es el olor de este jabón. Es como las cebollas, a unos les afecta y a otros no.