Revista Cultura y Ocio

La caja

Por Humbertodib
La cajaUna mujer toca el timbre de la entrada. Sé que es una mujer porque la veo a través de las cortinas de la ventana de la sala, desde el sofá, donde estoy siempre mirando televisión. La veo pero ella no me ve por ese contraste entre luz y oscuridad que no sabría cómo explicar. Es una mujer joven, está tiesa en el umbral y mira hacia adelante con mucha solemnidad, como si viniera a contarme una desgracia, pero de pronto parece darse cuenta de algo urgente y entonces se arregla el cabello, se seca el sudor de la frente, mueve el cuello y se alisa la falda. Lo hace todo rápido y con ese descaro del que ni se imagina que alguien pueda estar observándolo. Toca de nuevo: esta vez son dos timbrazos cortos. Apenas puedo levantar mis 135 kilos para ir a atenderla antes de que se vaya. Soy cauto, lo aprendí de mi madre, nunca abro la puerta totalmente, por la hendidura le pregunto qué desea, cuando ve mi aspecto se echa un poco hacia atrás, pero enseguida se recompone y me dice que pertenece a una fundación que ayuda a personas con no sé qué enfermedad, porque no le entiendo demasiado lo que habla, su figura atractiva oculta las palabras, sin embargo, la melodía del argumento me suena convincente y la invito a pasar. Da un paso y se detiene, duda. En el brazo izquierdo hace equilibrio con una pequeña cartera marrón y una caja verde con dibujos de mostachos. Por fin, me estrecha la mano, me dice Dora, encantada, y entra, mira con fingida despreocupación hacia todos lados y queda embobada con una enorme mancha de humedad que hay en la pared de enfrente. Parece un perro oteando un paisaje campestre, le digo, ella afirma con la cabeza y después la gira hacia mí, sonríe. Dora, lindo nombre, pienso. La invito a sentarse a la mesa de la cocina, ella dice oh, sí, claro, y comienza a hablar, intenta convencerme de la importancia de su labor y de los alcances de la fundación a la cual pertenece. Le ofrezco un café, me dice que no, gracias, que está un poco acalorada, que prefiere una limonada, le digo que no tengo limonada, que si no es lo mismo un jugo artificial de piña, lo acepta. Voy a buscarlo al refrigerador, pero coloco mi voluminoso cuerpo de manera que no vea lo que tengo allí dentro. Sirvo el jugo en un vaso no del todo limpio y se lo alcanzo, lo bebe deprisa y sigue hablando de su propósito, ahora sí entiendo que todo se trata de ayudar a personas que padecen el síndrome de Prader-Willi, sin embargo, sus hombros, sus pechos, sus caderas, me siguen pareciendo más excitantes que la buena causa que persigue, reconozco que es un pensamiento indigno, lo sé muy bien porque también me lo enseñó mi madre, pero no puedo evitarlo, la deseo y me siento un cretino pervertido. De repente, Dora deja de hablar, como si se le hubiera acabado la cuerda, entonces le digo cualquier tontería para tratar de entretenerla el mayor tiempo posible, no quiero que se vaya, le cuento que me gustan los animales, las plantas, la Naturaleza en general, pero en cierto momento se pone de pie, se alisa la falda de nuevo y mira -una, dos veces- hacia la puerta, le apunta con la nariz como si fuera el perro de la mancha en la pared, entonces yo comprendo y también me pongo de pie, la acompaño de cerca -huele a violetas-, después me adelanto para abrirle la puerta y uno de mis pies se engancha en la alfombra, casi me caigo. Ella ríe y se lleva la mano a la boca, yo hago una mueca avergonzada. Ya en la entrada, le doy un billete de 5 dólares y ella me entrega un bono de contribución, luego dice adiós y se va. Vuelvo a la cocina, me siento frustrado, como cuando las muchachas de la preparatoria no querían salir conmigo porque… Me retuerzo los dedos transpirados, me golpeo los muslos con los puños y maldigo en voz baja, entonces veo la caja verde con dibujos de mostachos debajo de la silla donde se había sentado la mujer. Al levantarla me parece que adentro se mueven cosas vivas, me espanto y la suelto, entonces vuelo hasta la puerta y salgo a la calle, corro unos metros hacia un lado y luego hacia el otro, pero ella ya se esfumó. Entro en la casa abatido, con la seguridad de que Dora nunca volverá a buscar la caja, y de que todos los males que contiene dentro muy pronto desaparecerán en las fauces del triturador de residuos.
Por la fe que tiene en mí, por todo el afecto que siempre me ha brindado, dedicado a tRamos.

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