Revista Diario

La clase media vuelve al campo

Por Julianotal @mundopario

NUEVA MISIÓN PARA LOS DESENCANTADOS DEL PROGRESO

La clase media vuelve al campo

Por Julieta Quirós* (Para El Dipló)
La clase media vuelve al campo

La crisis de 2001 marcó el inicio de una tendencia que no deja de crecer entre las clases medias urbanas: la huida de la ciudad hacia el campo, conocida con el nombre de neo-ruralismo. Si bien los motivos para esta migración interna son diversos, lo que los une es la búsqueda de una forma de vida distinta, alejada de la modernidad.

Se está poblando lindo Mollar Viejo… —me decía Framinia en el patio de su casa, debajo de la parra deshojada donde nos habíamos sentado a conversar mientras esperábamos que su nieto terminara de bajar las naranjas. Hacía un par de días que Framinia había ido al velorio de su comadre, en el paraje vecino, y en el trayecto –que hizo en remís porque Domingo se había llevado el sulky–, pudo sorprenderse de ver tanta casa nueva.
—Lo desconocí al camino… —me dijo con un tono que olía a optimismo; como si esas construcciones fueran señal de progreso, como cuando llega el agua de red (y el aljibe puede quedar “por si las dudas”) o el tendido eléctrico (y las baterías pueden ponerse en venta). Framinia destacó además “lo lindas” que eran las casas que se estaban haciendo.
—Todos los que vienen son gente estudiada y platuda –sentenció.
Veamos.
Los que vienen. Vienen jóvenes, adultos jóvenes, maduros, jubilados; vienen solos, en pareja, divorciados, con hijos, sin hijos, con hijos por venir. No vienen en busca de “mejores condiciones económicas”; no buscan “trabajo”; vienen por un modo de vida distinto, que consiste en desandar el camino de la modernidad: dejar la ciudad para irse al campo, lugar de “mejores oportunidades” ya no estrictamente económicas sino esencialmente vitales. Gente que no quiere progreso –se saturó de sus secuelas o de buscarlo sin éxito– sino regreso.
Resistencia al capitalismo
En Europa, como suele decirse, esta peculiar modalidad de migración interna es anterior y tiene un nombre: neo-ruralismo. Sus orígenes datan de los años 60 y 70: una forma de resistir al modo de vivir y morir en el corazón del capitalismo, y más recientemente, una salida a la brutal elitización –también en esto Europa es pionera– de sus metrópolis. Podemos decir que Argentina tiene sus propias versiones neo-rurales fundacionales –la migración hippie a El Bolsón de los años 70 y 80, por ejemplo–. Pero claramente es en los últimos quince y sobre todo diez años cuando la “ida al campo” se ensancha cualitativa y cuantitativamente, al punto de poder referirnos a ella como una tendencia o signo de época. La crisis de 2001 operó (también en esto) como punto de inflexión. Nos habituamos a hablar de los que se fueron afuera, pero también estuvieron los que se fueron adentro: durante la última década, “irse al interior” –proceso emparentado pero diferente al fenómeno country iniciado en los 90– pasó a formar parte del horizonte de posibles (si no propio, sí cercano y familiar) de las clases medias urbanas y suburbanas argentinas.
Junto al sur patagónico, otros destinos se tornaron prototípicos: Salta y Jujuy, Misiones, provincia de Buenos Aires (las islas de Tigre, por ejemplo), y en el centro del país, los pueblos serranos del interior de Córdoba. Entre estos últimos está el pueblo donde nació Framinia, de quien yo me convertí en nueva vecina hace un par de años, cuando con mi marido y mi hijo dejamos el departamento que alquilábamos en el barrio porteño de Barracas, para dar inicio a nuestro propio desande neo-rural. Naturalmente, de ahí estas páginas.
Hombre blanco en busca de un color
El paraguas del neo-ruralismo cordobés –y seguramente también el de otros destinos– abriga un auténtico crisol sociocultural. Están los que vinieron en una huida conservadora y conservacionista del sí, para quienes el “es otra calidad de vida…” del interior se condensa en vivencias como “dejar el auto con la llave puesta”, “criar a tus hijos sin miedo”, “poder dormir tranquilo”; es el tipo de migrante que puede precisar el episodio de inseguridad que lo habría decidido a irse. Están los que vinieron en la apuesta por construir una vida simple, conectada con prácticas y valores que el complejo citadino-capitalista nos hizo desconocer. De corte progresista –en sus versiones liberal, izquierdista, ecologista, anarquista–, esta gente encuentra en las actividades de campo (y de modo general en el desarrollo de todo tipo de home-made) la posibilidad de constituir una economía autosuficiente, libre de consumo y consumismo. Unos y otros suelen combinar faenas campesinas con otras ocupaciones profesionales (vienen profesores, técnicos, licenciados), de oficio (vienen carpinteros, tapiceros, artesanos), o comerciales (los que montan un emprendimiento productivo, una casita de alquiler en temporada, o un puesto estable en las ferias de artesanías).
Para el nacido y criado en la región, mientras tanto, las distinciones de ocupación, procedencia o ideología de sus nuevos vecinos son, por así decirlo, secundarias. En la mayoría de los contextos, el nativo agrupa todas las variantes migratorias en una sola identidad: “los de afuera”, “los llegados”. Cuando está entre los suyos, les reserva un mote jocoso: los de afuera son, básicamente, jipis.
La provincia de Córdoba es sede del segundo asentamiento hippie del país después de El Bolsón: la localidad de San Marcos Sierras. Sin embargo, el movimiento al que la denominación jipi –que así escribo precisamente para distinguirla– hace referencia, abarca una corriente cultural, social y generacional mucho más heterogénea y reciente, de la cual el hippie propiamente dicho es una de sus versiones. Podríamos decirlo así: el hippie de los 70-80 es un tipo (de antecedente y de intensidad) de jipi.
El lugareño considera jipis a personas que no se considerarían hippies a sí mismas –siempre hay alguien más hippie que uno–, ni tampoco serían consideradas hippies por quienes sí se reconocen como tales. Además, uno puede ser “medio jipi”, o situacionalmente jipi. El punto sociológicamente crucial es que todos tenemos algo del jipi. Dicho de otro modo, cada uno de nosotros pone su granito de arena para la realización de ese tipo social. En la vida real, los rasgos que lo caracterizan se presentan distribuidos en fragmentos, dosis y combinaciones variables. Pero se presentan, y aquí –a riesgo de incurrir en un estereotipo improcedente para cualquier antropología académicamente correcta– va un bosquejo.
El artesano de un mundo de puro bien. Por definición, el jipi procura construir lo que el poeta Martín Rodríguez llamó “un mundo de puro bien” (1). Guiado por diversos paradigmas espirituales (yoga, budismo, metafísica, alimentación natural, medicinas alternativas, saberes ancestrales), busca desplegar los valores de la conciencia, la luz y la armonía; su misión cotidiana se expresa, por tanto, en una vida cuidada y cuidadosa: el jipi promueve la conducta paciente, la sonrisa y el saludo al prójimo; reprueba y contiene la ira, el grito y la mala palabra. Es poco común verlo practicar la ironía, el sarcasmo o cualquier uso figurado del lenguaje. Valora la libertad corpórea y sensorial; festeja la danza y el abrazo con sus semejantes. Su hexis corporal, sin embargo, evita el gesto sexual: en público no demuestra, ni deja adivinar amor erótico; es raro oír al jipi hablar de sexo, y el humor sexual, demasiado ligado a la cultura machista que combate, queda excluido de su repertorio.
El hombre que se hace a sí mismo. La mudanza al campo puede transcurrir con la vehemencia propia de una conversión religiosa: el nuevo yo necesita sacrificar al viejo yo. Y por eso el neo-rural no muestra curiosidad por saber de dónde venimos. Sus antepasados (tanos, polacos, judíos) no le convencen –preferiría tener uno comechingón, por ejemplo–, ergo, evita las genealogías. El jipi no te pregunta de tu historia ni te cuenta de la suya; se siente a gusto hablando de sí mismo en tiempo presente: las técnicas de adobe que usó en cada pared, las propiedades terapéuticas de la hierba de burro que recolectó esa mañana.
El neo-rural tiende a prescindir también de aquellos trazos que podrían encuadrarlo en una posición sistémica. “Gente estudiada y platuda”, diagnostica Framinia. “Los jipis se visten así, pero en el fondo están llenos de guita”, nos dijo una vez un paisano a una compañera y a mí; mi compañera se molestó y miró para otro lado, y cuando el hombre se fue, me dijo:
—¡Mirá la imagen prejuiciosa que tiene el tipo…! ¡No tiene idea de que vivo con la mitad de guita de la que vive él!
Mi compañera no podía ver (al migrante le cuesta ver) que puede vivir con menos plata que el paisano promedio, pero aun así puede pertenecer a una clase social que está por encima de la del paisano promedio. Ese paisano no va a heredar un dos ambientes en Caballito, ni el chalecito en Glew o en Río Cuarto; no tiene esa propiedad en Rosario por la que puede recibir una renta mientras alquila otra a mitad de precio en el interior; tampoco padres de la pequeño burguesía que vayan a regalarle los cimientos para arrancar con la casa, o a bancarle, sin plazo de devolución, los gastos del arreglo del auto. El nativo de familia propietaria puede tener y heredar campo, e incluso irle muy bien, pero no tiene el título de maestro que lo habilita a integrar el plantel de la escuela con sueldo en blanco, obra social y vacaciones; no tiene los saberes para convertir su arrope de algarroba en un producto orgánico a los ojos del turista; no hizo la carrera de diseño que le permitiría confeccionar la etiqueta del frasco, tampoco el curso de artes visuales en el Centro Cultural Rojas con el que podría darse maña, ni tampoco tiene el amigo diseñador que se la confeccione y se la mande por mail “de onda”.
Para ponerlo en una imagen: la migración neo-rural proviene de una multiplicidad porosa de clases medias –medias chetas, medias plebeyas, medias metropolitanas, suburbanas y provincianas–, pero es decisivamente blanca. Cualquier reunión jipi puede distinguirse a lo lejos: mucho niño rubio junto.
El llegado tiende a desconocer o empequeñecer estas variables porque su épica necesita de la figura del individuo. De las tantas zonas de contacto entre el sueño americano y el budismo zen leído por generaciones que asimilaron capitalismo de chiquitas, hay una que reza: “Tuyos son tus méritos, tuyos son tus fracasos; si hacés las cosas bien, te va bien”. El neo-rural tiene “conciencia social” –no es facho, es progre, y de hecho apuesta, con su forma de vida, a una transformación propiamente colectiva–, pero la filosofía práctica de sus actos cotidianos –“Es una cuestión de energía”, profesa– es la del self-made man que no le debe nada a nadie: ni a su pasado, ni a sus padres, ni a su clase.
La lucha por el regreso. El migrante promedio vive en una operación de rescate de lo que se perdió o está por perderse. Recupera viejos usos y costumbres, lenguajes de otros tiempos; lo enorgullece ver al puestero bajando a caballo; lo fastidia el rugir impune de las motos de los pibes. Concurre optimista a la peña folklórica: si come carne se permite un choripán; aprovecha la pista para bailarse una chacarera; se retira a dormir cuando el predio explota porque llegó el grupo melódico de Jesús María.
El jipi lamenta que el paisano prefiera emplearse en la construcción a continuar con sus actividades de campo; sobre todo lamenta que siga vendiendo tierra. Al paisano, mientras tanto, los miedos del nuevo vecino le resultan desproporcionados: “Un loteo para un complejo de cincuenta cabañas, ¿cuál es el problema?”, se pregunta. Me decía una vez un vecino nacido y criado, antaño recolector de yuyos, hoy un ayudante de albañil:
—La otra vuelta escuché al Ernesto decir que estaba preocupado porque en la sierra estaban vendiendo todo… Pero resulta que cuando él compró no estaba preocupado… Todos quieren comprar y ser los últimos en comprar. Qué vivos…
Sociedad y Estado 
El migrante conoce en carne propia el daño irreversible del progreso y vino dispuesto a hacer valer sus derechos para resistirlo. Y el cuidado de ese lugar elegido para vivir es uno de los asuntos que, en la vida ordinaria, lo llevan a hablar con el Estado. “Yo no soy Macri, loco, estoy repodrido de que me traten como si fuera Macri” –se quejaba una vez el intendente del pueblo de Framinia, y traía la comparación y el tono desdeñoso para pronunciar ese apellido porque sabía que Macri era el enemigo político de esa gente, los nuevos vecinos. “¿Por qué siempre piensan que quiero hacer negocios? ¿Por qué me tienen que poner siempre del otro lado?” –volvía a protestar el intendente, y en esa ocasión, como en tantas otras, ese “otro lado” no era solamente la derecha (por oposición a la izquierda): era el lado del Estado por oposición al de la Sociedad.
Ocurre que el migrante viene con esa disposición perfectamente incorporada de imaginar un Estado de contornos precisos –esa línea que separa mi escoba del barrido público–. “Lo que le corresponde” al Estado es una frase que está en su cabeza, e inclusive podemos oírle decir. Nociones que, aplicadas de modo irrestricto, pueden valerle unos cuantos malentendidos. El gobierno comunal organiza un festival de temporada con la idea de recaudar unos pesos; ese día sus empleados y otros vecinos estarán trabajando en la cocina, la cantina, la parrilla, la caja. A todos les gustaría que la Comuna pagara esas jornadas de trabajo (sería señal de desarrollo: un Estado que superó el estadio de la empanada casera), pero mientras eso no sucede, ellos están ahí. El nuevo vecino no va al festival: le parece mal que el municipio cobre una entrada. Tampoco arma su puesto el artesano de la Feria: ni siquiera sospecha que el intendente espera contar con la presencia de la Feria como parte de las atracciones del evento. No se le ocurre tal cosa porque está tratando con (su) Estado, y al Estado no se le da: al Estado se le pide, se le demanda –y, lógicamente, de él siempre se sospecha–.
“Yo no soy Macri”, decía el intendente, lo que era decir: “Esto no es Buenos Aires”. ¿Y qué es Buenos Aires sino el lugar donde podemos hacer cómodamente del Estado un Otro? Allí la divisoria se fabrica y se subraya cada día. Ocurre que en ciertos lugares de campo (también) el Estado es un lugar más casero: prepara el relleno de sus empanadas y pide prestado los tablones a don Sixto; y es al neo-rural, militante del home-made, a quien hacerse esta idea-práctica más le cuesta. Vino dispuesto a salir de lo que la socióloga Maristella Svampa llamó “ciudadanía del consumo” (2), pero de la ciudadanía a secas no sale ni por casualidad.
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El nieto de Framinia pudo entregar los dos mil pesos para sacar la moto en cuotas. Es medianoche y la moto viaja a toda velocidad sin casco; el cuarteto se oye cada vez más cerca y ahora está al palo: es la moto que llegó a la puerta del boliche, el boliche moderno de pueblo adonde van los pibes de los pueblos. La chica despliega la pierna comprimida en el pantalón y se echa a andar, el haz rojo del cartel luminoso deja adivinarle los contornos; ella avanza cantando la letra, esa letra que habla de un sexo que no es reproductivo ni tántrico, es sexo puro, puro sexo en el vaso de hielo que se llena mientras las madres le rezan a alguna virgen; y el llegado, descalzo en su jardín, contempla: contempla el cuarto menguante, contempla su huerta y su casa, y el fruto de chañar que lo espera mañana, a la hora cierta de la recolección.
1. Ministerio de Desarrollo Social, DR>, EBook, Buenos Aires, 2012.
2. Desde abajo. La transformación de las identidades sociales, UNGS/Biblos, Buenos Aires, 2000.
* Antropóloga, investigadora del CONICET.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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