Érase una vez una terrible mansión que guardaba un montón de oscuros secretos; una terrorífica construcción en donde los fantasmas campaban a sus anchas. Este escenario, de nombre Allerdale Hall, es el escogido por Guillermo del Toro para desarrollar la acción de La cumbre escarlata (2015), una película cuyo guión llevaba guardado en un cajón desde que finalizara el rodaje de El laberinto del fauno (2006), hace casi diez años. Ambientada en la Inglaterra del siglo XIX aunque rodada en Canadá, la nueva apuesta del director de Pacific Rim (2013) o El espinazo del diablo (2001) se puede interpretar como una declaración de amor hacia uno de los estilos literarios favoritos del autor: el romance gótico clásico. Lástima que dicho homenaje, este compromiso pendiente que Del Toro tenía con la pantalla grande con este género, esté muy por debajo de las expectativas creadas y, sobre todo, de las capacidades del aclamado cineasta. Y es que cuesta imaginar un espectáculo audiovisual tan torpe, reiterativo y plano como es La cumbre escarlata. Lo peor no es que no cuente nada -al menos durante su primera hora, terriblemente aburrida-, lo más grave es que incluso parece vanagloriarse de ello. Y el bostezo, claro, no tarda en aparecer.
La historia tiene como personaje central a Edith (la australiana Mia Wasikowska, todo un acierto de casting debido a unas facciones que casan perfectamente con su rol), una joven con el don de comunicarse con los muertos desde pequeña que se casa con Sir Thomas Sharpe (Tom Hiddleston), joven estrechamente ligado a su hermana (Jessica Chastain). La vida de la dulce Edith cambiará de forma brusca cuando se traslade a vivir a la mansión del aristócrata, en la que comienza a vislumbrar espíritus. Lo más delicioso de la película, mucho más que el fastuoso diseño de producción y su potente look visual, es ver a la autoritaria y casi despreciable Lady Lucille Sharpe en el papel de villana, gobernando el lugar con mano de hierro -juega a su favor, es justo señalarlo, la cuidadosa de su personaje, algo que se no hace extensible al resto de roles-. Es ella, la siempre espectacular Chastain, lo mejor de una cinta que está tan preocupada en resultar tan visualmente fascinante que olvidar algo mucho más importante: el guión. La historia, además de predecible, resulta monótona y carente del más mínimo interés, como si de alguna forma el director no se hubiera tomado el tiempo suficiente en pulir el libreto, que escribe al alimón junto a Matthew Robbins, o no se hubiera volcado todo lo que debiera en un trabajo que está muy por debajo, insisto, de lo que espera de él.
Si la sensación final que deja la película es agridulce y no directamente catastrófica es por su última media hora, en la que se deja atrás la opacidad narrativa reinante hasta ahora, y se potencia sobremanera lo que debería haber sido una constante desde el primer momento: los enfrentamientos dialécticos el terror, las persecuciones… en definitiva, la acción. Es este tramo final, que no ahorra crudeza en las imágenes de violencia -hasta el punto de caer en el gore en algunos momentos, un rasgo que Del Toro introduce como novedad en el género, junto al erotismo-, por lo que la película gana interés y, en la medida de lo posible, salva los muebles. Por lo demás nada que destacar de un relato que se ve tan fácil como se olvida y que carece de cualquier cosa especial que la haga recomendable, salvo la muy elaborada y elocuente banda sonora de Fernando Velázquez, uno de los mejores músicos en activo; el compositor de Lo Imposible (J. A. Bayona, 2013) crea un melódico tema principal al que el director saca el máximo partido.
En definitiva, una película de lograda belleza y portentosa atmósfera que naufraga en lo que nunca debería naufragar una película: el guión. El director que debutó con Cronos (1993), película presentada en el Festival de Sitges ese mismo año, deja constancia audiovisual de su profunda admiración hacia un género literario que de alguna forma ha marcado su carrera. Y el resultado final, lejos de ser excepcional, es una película del montón. Digna, sí. Pero del montón.