Revista Cultura y Ocio
François Cheng nació en Jiangxi, en el sur de China, en 1929. Entre sus primeras experiencias vitales estuvo la de ver cómo su país era invadido expoliado por los japoneses. En 1948 llegó a Francia con una beca. No hablaba ni una palabra de francés, pero pronto advertiría que ése era el menor de sus problemas. El principal era que ya no podía regresar a China, donde desde el año siguiente mandaba Mao Zedong.
Cheng cuenta cómo se convirtió en un francés de pasaporte, cultura e idioma, aunque yo diría más bien que se convirtió en un puente entre dos culturas. Sus primeras obras fueron sobre la poesía y la pintura chinas. De éstas destaco “L’écriture poétique chinoise”, imprescindible para quien quiera introducirse en el mundo de la poesía clásica china (está traducida al español y editada por Pre-Textos). También tradujo poesía francesa al chino. Más adelante desarrolló su faceta de creador, tanto en poesía como en novela. En 2002 publicó “La eternidad no está de más” (“L’éternité n’est pas de trop”).
Para entender con qué animo lo escribió, conviene sacar a colación dos citas del propio Cheng:
“Nuestra época es gris. Deja el amor abandonado (…) Hay que volver a aprender a amar y a vivir. Es una iniciación muy larga”.
“Esta novela ha sido escrita por uno que ha vivido mucho, sufrido mucho y también perdido mucho, ya que he abandonado mi tierra, deja toda una vida, aunque nunca haya lamentado el exilio, por el contrario.
Hay mucho de mí en esta historia (…) La pasión que relato en “La eternidad no está demás” (…) viene de mí. Soy un hombre que no ha vivido poco y Esta pasión responde a toda la nostalgia enterrada en el fondo de mi ser.”
La novela presenta uno de esos amores imposibles tan caros a la literatura. Cuando tenía diecisiete años, Dao-sheng era un músico en una banda itinerante. Durante una velada en casa de la familia Lu, ve a la joven Lan-ying. Sus miradas se cruzan y surgen el amor y la complicidad. Nosotros hoy diríamos que es un flechazo, pero Cheng es más romántico y místico. Hay un texto de Cheng sobre la belleza que seguramente explique lo que tenía en la cabeza cuando escribió esa escena:
“ La belleza implica un entrecruzamiento, una interacción, un encuentro entre los elementos que constituyen una belleza, entre esa belleza presente y la mirada que la capta.
De este encuentro, si es profundo, nace otra cosa, una revelación, una transfiguración, como un cuadro de Cézanne nacido del encuentro entre el pintor y la montaña Sainte-Victoire.
No todo el mundo es artista, pero todo el mundo puede ver su ser transformado, transfigurado por el encuentro con la belleza, puesto que la belleza suscita belleza, aumenta la belleza, eleva la belleza”
El Segundo Señorito de la familia Zhao, un ser arrogante repulsivo que aspira a la mano de Lan-ying capta sus miradas y al día siguiente le tiende una trampa a Dao-sheng y hace que le encarcelen y le envíen a trabajos forzados.
Treinta años después Dao-sheng, convertido en médico y adivino taoísta, regresa al pueblo. No ha olvidado a Dao-sheng. “Y esa mirada, que cala hasta dentro, y que no se olvida jamás una vez contemplada, y que, de hecho, jamás he olvidado. En cualesquiera circunstancias, donde quiera que me encontrase, siempre he estado bajo el embrujo de tus ojos.” Mi primera impresión fue cuando lo leí fue que era una cursilada. Luego, cuando pensé en todos los amores baratos y facilones con los que nos obsequia Hollywood, empecé a apreciarlo más. Que alguien te haya recordado durante 20, 30 años, y te haya amado a pesar del tiempo y de la distancia, es para poner la carne de gallina.
Tal vez como novela, desde un punto de vista puramente narrativo, deje mucho que desear, pero al terminarla uno no puede sino decirse: “Tiene que ser bonito que alguien llegue a amarte de esa manera.”