El término de “obra maestra” es todo un tópico entre los que nos dedicamos a escribir críticas de cine, pero es que realmente no existe otra palabra que defina lo que es “La forma del agua” (2018), la última película de Guillermo del Toro. Un trabajo con unos estándares de calidad tan altos que supera a los dos títulos más emblemáticos de su director: El laberinto del fauno (2006) y El espinazo del diablo (2001), por lo que estamos hablando de la mejor película de la filmografía del director mexicano. En su obra cumbre -y también la más personal-, Del Toro se sirve de la fábula clásica de la mujer enamorada del monstruo, aunque en un acto de valentía sin precedentes el director va un paso más allá y abraza sin ningún tipo de pudor la sexualidad, la cual está aquí muy presente. Al fin y al cabo el amor y el sexo van cogidos de la mano, por lo que el hecho de que Del Toro muestre a los 5 primeros de película cómo la protagonista se masturba en la bañera -sin regodearse en ello en ningún momento, eso sí- o como los enamorados hacen el amor, es digno de admiración.
Con La mujer y el monstruo (Jack Arnold, 1954) siempre como gran referente -aunque la película está trufada de influencias y homenajes al cine-, La forma del agua pivota en torno a dos personajes centrales: Elisa (Sally Hawkins), una joven muda que trabaja en el departamento de limpieza de unos extraños laboratorios gubernamentales durante la época de la Guerra Fría americana en 1962 y un hombre anfibio (Doug Jones) recluido en dichas instalaciones, el cual forma parte de un experimento secreto. Esta es la historia de dos personajes que, en silencio, están gritando que alguien les salve; de dos personajes que descubren que se necesitan el uno al otro para respirar, en todos los sentidos de la palabra. Además del poder -reparador, regenerador- del amor, esta fábula clásica habla de la necesidad de afecto, de lo fascinante que resulta lo diferente, de la urgencia con romper con los cánones y las rancias convenciones sociales y de la necesidad de ser complementado por la otra persona pero, sobre todo, La forma del agua habla de una mujer a la que le dan igual todos los obstáculos que se le presenten en el camino porque sabe que gracias al amor conseguirá sortearlos todos.
No hay que temer a nadie ni a nadie cuando lo tienes todo, debió pensar Guillermo del Toro a la hora de escribir el guión junto a Vanessa Taylor; un libreto muy bien trenzado que parte de una premisa que algunos verán cursi y simplona pero que, en el fondo, concentra la esencia de la vida. Sí, puede que la idea de base de la que parte el film no sea excesivamente original, pero sí lo es el envoltorio, el empaque y la riqueza textual, visual y onírica con la que el director lo envuelve todo. Eso convierte a esta película en algo único, mágico y especial, dotándola de un calado de proporciones mayúsculas. Me complace ser testigo de cómo un director pone los efectos especiales al servicio de la historia -y no al revés- para relatarnos una obra increíblemente tierna, repleta de sentimientos y buenas intenciones que, por si fuera poco, convierte a la mujer en una heroína total y absoluta en una época en la que ser mujer sigue siendo motivo de discriminación, al igual que lo son los homosexuales, los negros y los inmigrantes, seres a los que el film también da voz. Todo han sido críticas positivas hacia un trabajo al que, no obstante, algunos reprochan su falta de verosimilitud. Me resulta asombroso que exista quien exija credibilidad a una película que, por encima de todo, es una FÁBULA. Como lo es Eduardo Manostijeras. No desperdicié un segundo de mi vida en exigir responsabilidades a Tim Burton por poner de protagonista a un hombre con cuchillas en lugar de dedos, simple y llanamente porque entendí el mensaje de la película. No ha ocurrido lo mismo en esta ocasión, aunque en este mundo hay que lidiar con todo tipo de gente. La forma del agua no solo cruza, sino que traspasa abiertamente el umbral de la credibilidad en mil momentos, y esto no solo no es un defecto, sino una cualidad más de esta fantasía que se vanagloria de serlo.
Nada falta ni nada sobra en este film nominado a 13 Oscar que se permite el lujo de ser un cuento de terror, thriller, cine de espías, musical, romance y fantástico, todo a la vez; todo irradiando imaginación y vitalismo por los cuatro costados. Se nota a leguas que ha sido un film trabajado hasta la extenuación, rodado con total libertad y milimétricamente planificado por un creador cuya creatividad parece no tener límites; sólo así se puede alumbrar una película que consiga transmitir tantas sensaciones como esta, auténtica oda a la imaginación como principal recurso para evadirse de la mezquindad humana, de esos monstruos que no viven encerrados en urnas de cristal, sino fuera de ellas.