A es mujer, B es hombre al igual que C.A y B están conversando en un bar mientras toman café, se los ve circunspectos. B le confiesa que tiene serias intenciones de conquistar su corazón, pero A se muestra reacia ya que hay ciertos aspectos de su relación anterior que todavía no terminó de resolver, le dice a B que no está segura de dar un paso así, que cree que debería hablar primero con C, que es quien la escucha de verdad pero que recién vuelve en diciembre, pues se ausentó por un par de meses. B afirma que le gustan los desafíos, que él puede llegar a escucharla y a entenderla mucho más que C. A lo mira fastidiada, mientras B se florea en un discurso empalagoso que enfatiza la diferencia que existe entre él y ese noviecito C, quien -por cierto- la abandonó por dos meses y ahora podría estar con otra mujer, etcétera, etcétera. A quiere intervenir, pero B no para de hablar. Finalmente, A, cansada de tanta cantinela egocéntrica, lo frena de golpe y le dice a B que se detenga, que C no es su antiguo novio, sino su psicólogo, el que la escucha... de verdad. Ta-dah. End of story, giro final, el lector sonríe a la pantalla con candidez porque otra vez ha sido insorprendidamente sorprendido. Entonces el autor le da un pellizco cómplice en la mejilla, le dice 'te atrapé, eh' y le hace un guiño antes de que el lector cierre la página. Una vez más se ha logrado el efecto-no-efecto.
Durante unos 1.800 años los egipcios mantuvieron una fórmula fija en su arte formalista, defendieron firmemente el Principio de la Frontalidad. Esto es, los torsos debían mostrarse siempre de frente, pero las piernas tenían que estar de perfil y vistas desde la cara interna, como si las personas tuvieran dos miembros inferiores derechos. El rostro también lucía de costado y el brazo que estaba adelantado era siempre el que se encontraba más alejado del observador. Esas cosas. Todavía hay estudiosos que se preguntan por qué los artistas egipcios respetaron de manera tan sumisa los cánones que le imponía la ortodoxia establecida en vez de, simplemente, dar rienda suelta a la creatividad individual. Esto duró, aproximadamente, 1.800 años, hasta la aparición mágica de Amenhotep IV.
Bueno, yo no tengo una respuesta válida para esta última cuestión -no soy egiptólogo-, pero de verdad espero que los escritores no tardemos 18 siglos hasta encontrar a nuestro bendito Amenhotep para que nos libere del trillado y aburridor giro sorpresivo final. Ta-dah.