La Finca Sanguijuela debe su nombre al arroyo que baja de la Sierra Sanguijuela, en cuyas suaves laderas se posan las cepas, la bodega y la casa de Schatz (me gusta el verbo: las tierras de Federico no se imponen al paisaje, conviven en paz y armonía con él). Los médicos acudían a recoger las abundantes sanguijuelas que poblaban el río para sus sangrías. Y de allí el nombre. En la Sanguijuela Baja está la finca: una casa entre los viñedos, con un jardín en la parte delantera (que da al sur), que es el orgullo de Federico. “Mi jardín es mi protección”, dice. Los pájaros se entretienen antes con él que con las cepas (aunque por si acaso tiene también uva de mesa entre las viníferas) y los aromas de sus plantas protegen, desde una ligera elevación, la parte principal del viñedo que se extiende en ladera a sus pies. Proporciona, además, descanso a sus habitantes en los soleados días de verano. El viñedo tiene justo tres Ha, que rodean la casa, la bodega y el almacén de aperos: son las que Federico considera necesarias para que una sola familia gestione todo y pueda vivir de la vid.
Así es: en Schatz trabaja la familia y todo está hecho a una escala de amable dimensión humana. Dimensión humana que se dirige, por completo y en todos los detalles de la vida, a una convivencia armoniosa con el paisaje vitícola.
En una tierra que siempre, desde los tiempos de Acinipo (que da nombre, además, a uno de sus vinos más premiados), ha sido de tradición agrícola, la llegada de Federico a principios de los 80 del siglo pasado supone una “revolución”: porque la cepa había sido abandonada casi por completo; porque algunas de las uvas con que quería trabajar eran tradicionales en la tierra en la que nació pero no en la que lo acogió, Ronda (Lemberger y Muskattröllinger, las más destacadas, del Südtirol y Würtemberg, donde los Schatz atesoran experiencia y tradición vitícola desde 1641); y porque desde el principio tiene claro que de la asociación (el corazón de lo que sería la DO actual) nace la fuerza en una zona que, en esos momentos, no representaba nada en el mundo del vino español.
Federico, además, es un biodinámico de corazón y de razón. Lo conoce todo, sí, pero antes, lo siente todo. Desde la preparación de su compost (con boñiga de animales que controla porque habitan a menos de un km de su casa), pasando por la forma en que trata a su viñedo (la cubierta verde y las hierbas aromáticas son atendidas de forma escrupulosa para potenciar sus efectos beneficiosos: aireación de la tierra; fijación de un suelo con arena negra, limo y arcilla y con tendencia a desplazarse hacia el arroyo; protección contra el sol; atracción y distracción para los insectos) y terminando en la recolección de las hierbas que forman parte de los distintos preparados. La finca, además, no tiene otros viñedos cerca y está protegida por bosques y por la vaguada del arroyo: ideal, pues, para un cultivo biodinámico. Tienen abejas también, hacen su pan, la casa se autoabastece energéticamente gracias a placas solares y al pozo. Todo, en Finca Sanguijuela, empezando por sus habitantes, respira un aire de buena convivencia con el entorno.
Por supuesto, esto es muy bonito para pasar un rato y describirlo pero crearlo y mantenerlo es, también, una tarea dura y diaria, que es todo menos idílica.
En la finca, además de la Lemberger y la Muskattröllinger, tiene plantadas Federico las variedades pinot noir, petit verdot, cabernet sauvignon, merlot, tempranillo, melonera, rome, tintilla de Rota (las más propias de la tierra en muy pequeñas cantidades: ensayos para el futuro), además de la chardonnay. Sus vinos fermentan con las levaduras del viñedo y la bodega, no se han estabilizado más que con algo de bentonita y no se han filtrado ni sulfitado más allá de los 20 mg/L, justo lo que él añade a los sulfitos naturales si la fermentación no llega a esa cantidad. Así, el transporte queda garantizado. Utiliza gran variedad de maderas, controla su trazabilidad, el nivel y años de su secado y sabe jugar y combinar sus características. De todos sus vinos, uno fue el que me encantó ya desde la primera botella bebida, hace años: el Rosado monovarietal de Muskattröllinger, un vino criado durante cinco meses en barrica de roble francés de Nevers, con sus lías y con removido manual. El 2012, con 13,5%, viene intenso, floral y exuberante, con aromas de pétalos de rosa, grosellas y algo especiado (pimentón). En boca, en cambio, es seco y astringente, con aires de regaliz de palo. Un vino para disfrutar y beber en cualquier momento, sin más, por puro placer. Su otro vino que me seduce de una manera especial es el Acinipo (ahora en el mercado el 2004, pero pude probar también el vino en inox de la cosecha del 2012), monovarietal de Lemberger, con aromas rústicos, y muy agradables, de cereza silvestre, potencia y frescor cítrico (corteza de limón), mineralidad elegante (arcilla en posgusto) y una punta de chocolate con agua. Un vino muy especial hecho en un lugar especial por una persona especial. Federico se despedía diciéndome: “me crié con mi abuelo en la viña y yo quería que la naturaleza me acompañase”. No se me va de la cabeza la imagen del padre de Federico en la viña, atando cepas a los alambres con el cochecito de su nieta junto a él. Esta historia sigue y fluye como un río...