Revista Pareja

La importancia de sentirse mal

Por Cristina Lago @CrisMalago

La importancia de sentirse mal

Enfermedades físicas, trastornos de ansiedad y depresión, deterioro de las relaciones personales, incapacidad de evolucionar: las consecuencias de escapar siempre de las emociones negativas son el equivalente emocional a detonar una bomba nuclear sobre nuestra psique y esperar que todo siga igual que siempre. 

El momento de bajón semanal por excelencia, es hoy y en concreto, ahora mismo. Para los que lo leáis otro día, os recuerdo que estamos a domingo y son las 21:40 de la noche. Un momento idóneo para hablaros de emociones negativas.

¿Qué son las emociones negativas?

Punto 1: aunque técnicamente no existen emociones positivas o negativas en sí mismas, ciertamente para nosotros, el dolor, el miedo, la tristeza y la vergüenza se sienten mal.

Punto 2: estas emociones cumplen, como todas las emociones, una función. Nada que no os explicase de forma muy brillante la película de Pixar Inside Out, que os recomiendo encarecidamente si todavía no la habéis visto. Es bonita y amena y está hecha para comprender la función de las emociones tanto si eres un niño de 10 años como si eres un adulto de 50.

Quedamos, pues, en que las emociones son importantes.

¿Nuestro problema? Que como no nos hacen sentir bien y solemos no tener herramientas para gestionarlas adecuadamente, huimos de ellas.

Empezamos a huir de las grandes emociones y acabamos huyendo de la más pequeña incomodidad imaginable. 

¿Cómo huimos? De mil maneras. El recurso estrella para escapar de cualquier emoción incómoda, es la adicción. Podemos ser adictos a las drogas, al alcohol o a los juegos de azar, que son esas adicciones que sólo les pasan al sobrino del primo del tío de nuestro amigo Jesús y luego podemos acumular una plétora de adicciones socialmente más aceptadas como la adicción al enamoramiento, al móvil, a los viajes, a las relaciones de pareja, a los videojuegos, al trabajo, al deporte, al tabaco, al sexo o a las compras.

El substrato de una adicción no tiene tanto que ver con la cosa a la que somos adictos, sino a nuestra relación compulsiva con dicha cosa.

Yo no soy adicto porque me gusta ir de compras, o me enamoro, o viajo: soy adicto porque cada vez que se cierne sobre mí la amenaza de una emoción incómoda a la que temo enfrentarme, busco de inmediato huir a través de cualquiera de estas actividades: y si no están disponibles en ese momento, sufro un síndrome de abstinencia, me angustio, me siento vacío.

Una persona que a día de hoy, con la cantidad de posibles distracciones con las que puede evadirse, es capaz de desconectar, mirar a su interior y enfrentar lo que le está sucediendo sin anestesia, es una rareza. Una rareza con un buen par de huevazos u ovariazos, eso sí.

¿Por qué anular todas nuestras emociones negativas acaba siendo como una bomba nuclear? Porque primero, la bomba destruye las emociones negativas, pero su expansión a través de los años acaba destruyendo también la capacidad para sentir las positivas.

¿Y cómo es una persona sin emociones negativas o positivas? Una persona que puede funcionar en la superficie. Una persona que puede hablar, sonreír, querer, divertirse, pero sin que nada de esto traspase sus primeras capas y le empape el alma. Una persona que al no sentir en profundidad, no reconocerá la capacidad de sentir de otros. Una persona que hará daño y no se dará cuenta, tan ciego está a las emociones negativas ajenas, como está con respecto a las propias.

Pero no es el único problema posible. Cuando arrasamos nuestras emociones con esa bomba nuclear alimentada por el miedo que nos producen, queda un terreno baldío y arrasado. De dicho terreno, pueden nacer de nuevo brotes vivos. Pero si no hacemos un adecuado trabajo de saneamiento y reflexión, estos brotes serán como las criaturas que aún nacen en el entorno contaminado de Chernobyl.

Nos nacerán emociones deficientes, deformes, con enormes carencias y con el tiempo, estas emociones mutiladas acabarán convirtiéndose en trastornos físicos y emocionales.

Pongamos un ejemplo: tengo una persona cercana que hace algo que me molesta. Me enfado. Me siento triste o decepcionado. Estas emociones me incomodan y entonces, cuando ocurre, cojo el móvil y me pongo a darle al Candy Crush.

Esta persona sigue sin saber qué es lo que me molesta y por tanto, continúa haciéndolo.

Yo acumulo un problema de malestar que no resuelvo.

Un día exploto.

La relación se daña irremisiblemente.

El problema no se soluciona y yo no me siento mejor.

Quizás mi persona cercana no cambie su actitud aunque yo lo hable. 

No cuento nada nuevo. Afrontar las emociones es incómodo pero permite que implosionen, se desarrollen, tengan fin y no se queden agazapadas eternamente en el inconsciente a la espera de poder salir en forma de amarguras o enfermedades.

 Aplazarlas y esconderlas nos garantiza problemas mucho mayores, os lo aseguro. Tan mayores como que hay personas que petan con una depresión con 70 años, después de toda una vida jugando al ni siento, ni padezco, porque eso es lo que significa ser fuerte y bla, bla, bla. 

Hace unos días hablaba con una persona sobre la importancia de aprender a valorar las cosas pequeñas. Curiosamente, lo que consideramos cosas pequeñas, pertenecen al territorio de las emociones. Hagamos una inversión de términos. Convirtamos en grandes cosas el apoyar a nuestros seres queridos, el escuchar lo que sentimos, en dejarnos caer cuando lo necesitemos y en saber llorar cuando algo nos duele.

Y entonces, comprenderemos porqué es importante no el sentirse mal, sino simplemente permitírselo. 

Voy a llorar sin prisa. Voy a llorar hasta olvidar el llanto y lograr la sonrisa (Sara Ibáñez)

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