Revista Arte
¿Cuántas formas distintas e increíblemente bellas de ver las cosas se esconden tras la mirada de un artista? ¿Qué hay detrás de esa capacidad innata de deconstrucción de la realidad para dotarla de un poder estético que ya no te permite ver las cosas tal y como tú las habías imaginado? Ese juego y esa transformación se dan la mano de una manera casi mágica tras las huellas que la gran historia del imperio austrohúngaro ha dejado en la ciudad de Viena. Una de las grandes sorpresas que esta gran ciudad guarda bajo su inmenso legado artístico y arquitectónico, se encuentra camuflada tras las perfectas y lineales formas del cubo níveo que cobija al Leopold Museum, que como un héroe sin bandera, nace del esfuerzo modernizador que la capital austriaca está dando al complejo de los Museums Quartier Wien, por donde hace ya muchos años, la emperatriz Sissi cabalgaba sobre su caballo en los días de lluvia. En ese espacio, que en la actualidad se muestra libre de luchas y batallas, nace este museo en el año 2001, para entre otras cosas, albergar la mayor exposición de cuadros del genial Egon Schiele.
Una gran fotografía de cuerpo entero del artista delante de un espejo al inicio de la exposición, es la primera pista acerca de cuál es la esencia de lo que luego vamos a ver, que no es otra, que esa particular y atormentada mirada con la que Schiele observa el mundo. Ese universo convulso que recorre los días de su existencia, se inician en el Leopold Museum con su superpuesta capacidad para dotar a las casas de una vida que al natural no tienen, transformando su linealidad en una superposición de objetos que reclaman nuestra atención no sólo por la fuerza que desprenden los colores con los que los ha pintado, sino también, por esa ausencia de perspectiva, dejándonos indefensos ante esa única y nueva imagen tan distinta a la real, que en este caso, juega a enseñarnos la realidad desde un punto de vista que no conocíamos. Sus construcciones, por tanto, se desenvuelven como formas superpuestas que intentan transmitirnos esa capacidad de fuerza y tenebrismo que también conjuga Schiele en sus paisajes arquitectónicos.
Casi sin darnos cuenta, sus casas superpuestas dejan paso a su retratos y autorretratos, en una sucesión de instantáneas que nos muestran bien a las claras las dotes de gran dibujante de este pintor austriaco, que consigue con apenas unos trazos, proporcionar de una singular vida a sus personajes, a los que por no faltarles, no les hace falta casi ni colorearles la piel, pues en sí misma se ensalza de una forma independiente de todo aquello que no sea el trazo que la define. Pero no todo es simplicidad en las formas de sus retratos, pues esa expresividad que tanto marca su obra, se desplaza tanto en las posturas y en los gestos que contienen sus formas humanas, que en ocasiones llegan al éxtasis del amor, con por ejemplo sucede en el cuadro “el abrazo”, donde unas figuras humanas entrelazadas en una superficie que a modo de alfombra mágica los traslada por un espacio sin límites ni roces, nos hace sentirnos por fin libres de toda atadura, y nos concede esa extraña capacidad del deseo sin límites.
En esa aparente sencillez, no deja de sorprendernos la comparación que en el Leopold Museum hacen de la mirada, la expresión y la vida de Schiele y James Dean, que por caprichosamente paralela, te deja boquiabierto tras la comparación de las fotografías que de ambos se nos ofrecen y de ese tupé rebelde que protagonizan una buena parte de sus autorretratos, que a modo de montaña, juegan al despiste de sus ojos tan marcados y a veces saltones. Esos ojos que nos miran y nos interrogan, pero que también nos dicen que tras de sí hay mucho ingenio, tormento, vanidad y ganas de vivir, lo que nos lleva a preguntarnos una y mil veces ¿Qué hay detrás de la mirada de Schiele?, para en el siguiente retrato o en la siguiente composición, replantearnos lo que hasta entonces hemos visto, en una sucesión de interrogantes que nos dejan sin palabras, pues la estética de Schiele está delante de nosotros para disfrutarla, y es en ese gozo estético donde uno se pierde en el Leopold Museum, que horadado mediante ventanas imposibles y caprichosas, nos muestra esa necesidad de expresión que le llevarán hasta Klimt, como símbolos de los nuevos tiempos que transcurren desde la Academia de Bellas Artes de Viena al estilo de la Secesión.
Tras la fugaz vida de Schiele, quedan su hombres, sus mujeres, sus paisajes arquitectónicos y tantos y tantos dibujos y pinturas que no hacen sino lamentarnos de su temprana desaparición, pero que a modo de ironía del destino, siempre nos recodarán, que él y su mirada, siempre permanecerán ahí, en lo más profundo del ser humano.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel