La Mochila Torcida ( 13 ) Malas compañías
Por primera vez en varios días teníamos una habitación para nosotros solos, al menos de momento. Cuatro literas y dos de ellas vacías. Aunque era evidente que no había que especular mucho para deducir que en breve serían ocupadas, aquel día al menos la siesta pudimos echárnosla sin compartir espacio con nadie más.
A pesar del enfado por el asunto de las mochilas lo cierto era que desde el Albergue del Pilar no habíamos vuelto a disfrutar de tantas comodidades bajo un mismo techo, incluido el patio, bellamente alfombrado por un tupido césped donde varios bancos invitaban a la lectura, o sencillamente a dejar que el tiempo pasase observando el ir y venir de peregrinos. Ya era anochecido cuando después de salir a comprar el desayuno del día siguiente volvimos a nuestra habitación. Una pareja ocupaba las otras dos camas. Saludamos. Estaban tumbados, leyendo ella y medio durmiendo él. Ambos nos miraron levemente y con una desgana que rayaba la mala educación contestaron al unísono como si la amabilidad tuviese precios prohibitivos, y yo, que aún no me había curado del ataque de mala leche de por la mañana, en ese mismo instante decidí que para antipática yo, y me propuse ignorarlos de malas maneras en todas la horas que aún nos quedaban por compartir.
Está claro que cuando algo empieza mal el universo parece confabularse para que acabe peor. Unos minutos después casi me atraganté con un sorbo de agua cuando vi cómo M trataba de iniciara conversación con el par de energúmenos enmohecidos que nos había tocado por compañeros. Al momento, vencido por las circunstancias, me miró levantando las cejas. No daba crédito que en una peregrinación tan particular como es la del Camino donde la comunicación, el buen royo, la compañía y las experiencias personales están tan a flor de piel como el calor, las agujetas, el cansancio y las ampollas, los únicos dos antipáticos de todo el tinglado, en la lotería de compartir camas nos hubiesen tocado a nosotros.
Los dos, con el hocico arrugado como si bajo la nariz llevasen un pegote de mierda, resultaban tan desagradables que por momentos, y a mi parecer, parecían sobreactuados. En aquel ambiente hecho a fuerza de espacios compartidos, en una vivencia forjada a partes iguales de la magia que nos regala la naturaleza y de la poca que aún nos queda escondida en esos resquicios de buenas voluntades que con tanto ahínco nos empeñamos en esconder, aquellos dos resultaban tan fuera de lugar que llegué a pensar que las energías positivas que nos habían acompañado desde el primer minuto se habían contaminado por culpa del tonto enfado de por la mañana y de la posterior mentira que le solté al hombre que nos atendió. En fin, esas cosas del equilibrio o desequilibrios zen…no sé, pero la verdad es que mirar a aquellos dos daba repelús y aún así, M volvió a realizar varios intentos más de aproximación que, fracasaron estrepitosamente. Al final terminó encogiéndose de hombres y dándose por vencido.
No hablaron ni para dar las buenas noches. Antes de bajar a la cocina a prepararnos la cena habíamos dejado la habitación con ellos dentro, la luz encendida, la ventana abierta y la persiana subida. Hacía un calor del copón pero al menos una suave brisa aliviaba el agobio; cuando volvimos, los dos simpáticos habían apagado la luz, bajado la persiana y cerrado las contraventanas a cal y canto, obligándonos a apañarnos con la luz de nuestras linternas. Antes de meterme en el saco ya había decidido que por la mañana me desquitaría. A madrugar nos ganaban muy pocos y aquellos dos no tenían pinta de sorprendernos….así que…¡como era habitual desde que empezamos el peregrinaje, poco después de las cinco de la mañana ya andábamos trasteando y ahí me desquité a gusto! El papel plata que envolvía el tentempié de media mañana, al recolocarlo en la mochila lo dejé sonar a voluntad, como si tuviese vida propia; las monedas sueltas, esas chiquininas que se escapan sin querer, se desparramaron por el suelo armando, en el silencio de la madrugada, un molesto ruido que hizo revolverse a los durmientes en sus camas…«sin poder evitarlo los miré de soslayo mordiéndome el labio con una sonrisa bastante alejada de la tan llevada y traída espiritualidad del Camino…» también me entró un pequeño ataque de tos, tropecé con una silla…y algún que otro inconveniente que surgió de manera improvisada. En fin, que cuando a las cinco y media salimos del dormitorio, los simpáticos vecinos seguramente respiraron aliviados mientras que yo hacía esfuerzos por contener, en la oscuridad de la noche y bajo el quicio de la puerta, un corte de mangas dirigido a los dos bultos que se revolvían inquietos en la semipenumbra del dormitorio.
Tampoco esa madrugada fuimos los primeros, unas diez personas entonaban mochilas mientras sorbían batidos y cafés. Alguien preguntó si todos sabíamos salir de Ponferrada, y más de la mitad contestamos que no. El hombre, largo como un día sin pan, sugirió que nos uniéramos a él pues la salida carecía de indicaciones y estaba bastante enrevesada. Un rato después, cansada de deslumbrarme con las luces de coches de madrugada, y de semáforos en verde sin peatones, y del silencio que los diez fantasmas con mochilas rompíamos a fuerza de bastones en el asfalto, el líder, que con cada zancada nos obligaba a trotar a su lado, me miró y preguntó si era mi primer camino. Al poco me enteré de que era todo un veterano, ni más ni menos que su décima cuarta experiencia peregrina. Todavía me estaba reponiendo de la sorpresa cuando comentó que todo el Camino en general estaba envuelto en un halo de misterio que te hacía volver una y otra vez…«-¡Especialmente Manjarín…- Hay algo allí que no se puede explicar!-» Y entonces vuelve a mirarme y me pregunta qué opino, y yo, por unos segundos dudé si mentirle y decirle que sí, que opinaba como él, o decir la verdad: que por comodidad habíamos pasado de largo…
El hombre movió la cabeza negando para sí, como diciéndose que no nos entendía…
No volvimos hablar. Poco después, por fin dejamos atrás la ciudad y el grupo se deshizo, cada cual ajustó sus pasos a sus fuerzas, a sus ganas, a sus prisas. Vi alejarse al hombre preguntándome qué puñetas me había perdido en Manjarín. A pesar de que ese nombre ya pertenecía a la prehistoria de nuestra experiencia…
Los primeros rayos de sol nos pillaron en un pueblo que a esas horas estaba desierto. Sentados en un banco de un paseo desayunamos escuchando el silencio de un pueblo que todavía no había despertado…aún quedaban muchos kilómetros por delante. En esos instantes deseé eternizar el tiempo con las mismas ganas que uno desea alargar un atardecer en el Caribe…
Un largo suspiro, una mirada a la carretera, un volver a ajustarse la mochila y…vuelta a gastar suelas…
- María Penís