Memoria, tiempo, conocimiento, sueño y palabra poética son quizá los cinco ejes sobre los que circula la indagación poética del libro Espejo de gran niebla (Barcelona, Tusquets, 2002). El volumen se compone únicamente de cinco extensos poemas, que rondan cada uno de ellos en torno al centenar de versos, admirablemente compuestos en medidas sobre todo endecasílabas, heptasílabas y alejandrinas, en forma de silva libre continua. Y cada uno de estos cinco poemas responde a una diferente actitud ante la realidad, evocada con distintos estados de ánimo y perspectivas diversas. Pero es evidente que el libro observa una sólida unidad y una cohesión muy lograda, ya que son comunes todos los aspectos formales, entre los que destaca el lenguaje poético.
Sigue Guillermo Carnero en su constante búsqueda de un lenguaje poético personal y original, estableciendo en el suyo un espectacular manejo de la metáfora que logrará de su expresión un acercamiento simbólico a la realidad evocada con sobresaliente efectividad.
De esta forma, nos hallamos ante una reflexión de la realidad estrictamente poética, y es el lenguaje poético el que nos convence y nos hace creíbles su aproximación a los cinco asuntos que son la base de este libro: el primer poema, la incapacidad de nuestro propio pensamiento para entender la memoria y otorgarle un sentido coherente. En el segundo, la angustia del tiempo, incapaz también de revelar la realidad; mientras que, en el tercero, la conciliación del daño, que nos introduce en un intermedio amoroso, es la reflexión de la conciencia. La cuarta nos trae lo intangible de los sueños; y la quinta, parte metapoética impecable, nos devuelve al Guillermo Carnero de las escogidas lecturas, de las lecciones literales de poetas de otro tiempo, revividos y asumidos a través de su palabra, esa palabra que se nos ofrece como ficción. Pero en realidad, ante lo que nos encontramos es ante la obligada reflexión sobre la propia poesía.
Porque este es un libro en el que el poeta descubre la universal presencia del engaño, porque todo se oculta ante la realidad desesperadamente, mientras el poeta indaga su propia verdad por encima de los gestos falaces que el mundo ofrece. El titulo del libro, tomado literalmente el primer poema, representa bien ese objetivo del poeta: “Acudir a tu juego es ver cubrirse / las aguas del espejo de gran niebla”. Muchos son los elementos falaces que construyen el simbolismo del engaño: el espejo, los naipes, el sueño, el azar, velos que deforman, confunden u ocultan, la ficción, la realidad deformada… El espejo devuelve una imagen empañada, diferente de la realidad, sin ser la realidad misma.
No existe en estos tiempos convulsos un libro de poemas que se parezca a este de Guillermo Carnero, porque nuestro poeta, apartándose de su propio camino y alejándose de la poesía fácil contemporánea, ha preferido ir por el camino más difícil, el camino de la indagación personal para convencernos de su verdad entre tantos engaños que nos acechan, y mostrar, a través de estas cinco indagaciones, la incapacidad humana para retener en la memoria las experiencias vitales que, en el fondo, son sólo sueños y engaños: el sueño de la propia existencia vivida, el sueño de la pasajera experiencia amorosa, el sueño de la escritura poética imposible.
Fuente de Médicis (Madrid, Visor, 2006), es un libro de carácter aún más unitario, compuesto, esta vez, por un solo poema dialógico. En el libro, el poeta dialoga con Galatea, encarnación de la belleza y de la juventud, y una de las figuras de la fuente (Fontaine Marie de Medicis) situada en el Jardín de Luxemburgo de París y dedicada al mito de Acis, Galatea y Polifemo, que glosara Góngora, entre otros muchos poetas, en su famosa fábula inspirada en las “Metamorfosis” de Ovidio.
La composición recoge un diálogo entre el hablante poético, cansado, triste, deprimido y envejecido, y la estatua pétrea, enmohecida y abandonada, pero plena de turbadora belleza. El diálogo entre la cultura y la vida, la imaginación artística y la realidad existencial, conduce a la constatación del fracaso total, ya que ni se han cumplido los buenos propósitos iniciales ni se ha logrado vivir la vida que se esperaba. Se concluye así patéticamente la historia amorosa, expresión de la propia identidad del poeta, que se había desarrollado en dos libros anteriores, con los que “Fuente de Médicis” forma una trilogía: Verano inglés (1999) y Espejo de gran niebla (2002). Los tres volúmenes poéticos forman un ciclo que profundiza sobre obsesiones y complejidades aparecidas en la fecunda obra anterior de Guillermo Carnero, por lo que ahora se nos muestra al poeta “condenado a vivir en el recuerdo / y esperar el alivio de la muerte”.
No es difícil sentir, al leer este profundo y complejo poema-libro, la presencia de otros poetas cuyos versos y palabras contribuyen a desarrollar ese diálogo profundo y desolador entre la belleza y la muerte. Garcilaso y Góngora, Ovidio, Shakespeare y Hölderlin dejan paso a Vicente Aleixandre y Luis Cernuda. El poeta, desde la atalaya de la primera senectud, la que llega aún en época de madurez física, contempla su pasado, su existencia y, ante la estatua que representa el amor, la belleza y la juventud, se interroga sobre su propia esencia: “Mi tiempo acaba /y tengo que saber por qué no he sido”, nos recuerda el poeta, como el Aleixandre de Poemas de la consumación, al tiempo que siente el frío hospitalario, húmedo y acogedor, del jardín parisino, una especie de “locus amoenus”, de “jardín cerrado”, romántico y dolorido, que evoca al mejor Luis Cernuda.
La renuncia del poeta a todo, a los sentidos, sucesivamente enumerados (tacto, oído, vista y también olfato y gusto), a la memoria y a la imaginación e incluso al pensamiento, representan la aceptación digna y orgullosa de un destino señalado previamente, que le conduce inevitablemente hacia la muerte. La dialéctica del poema ha fracasado cuando vemos que los ofrecimientos sensuales y vitalistas de Galatea no le sirven al poeta, que no acepta nada más que la realidad de un dolorido y descorazonador fracaso, del que es también claro símbolo el estado ruinoso de la estatua y su entorno en el abandonado jardín parisino, reflejado en la piedra corroída y en las flores mustias próximas. Si un tiempo hubo vida y amor, si la belleza de la amada fue seductora y enriqueció al poeta, si hubo un verano de la pasión y del deseo (Verano inglés) y un otoño de la maduración, de la reflexión, de la aceptación del final (Espejo de gran niebla), ahora llega el invierno de la muerte (Fuente de Médicis), cuando el poeta pide a la ninfa: “llévame de la mano / a las aguas tranquilas” y ésta, cerrando el poema de forma lapidaria, le responde “Todas serán tranquilas para ti / ya que vas de la mano que no sientes”.
Hay que aludir a la calidad formal de la obra, que advertimos tanto desde el punto de vista genérico como estilístico y rítmico. Plantea el poema Guillermo Carnero como un diálogo poético entre sólo dos personajes nítidamente identificados pero profundamente simbólicos (Vicente Aleixandre consagró la fórmula en sus Diálogos del conocimiento, escritos en dramática senectud deprimida y ansiosa de verdores juveniles transcurridos). Simbolismo que el lector va advirtiendo conforme el diálogo avanza en sus intercambios de versos, palabras e ideas, expresadas con una elegante naturalidad, que recuerda al mejor Garcilaso, y que pone de relieve que el poema extenso, el poema muy extenso, tan ausente hoy de nuestras letras, tiene su razón y sentido como lo tuvo en las épocas más áureas de nuestras letras (Garcilaso y Góngora vuelven a ser ejemplos excelsos). Espléndidos endecasílabos, majestuosos alejandrinos y necesarios heptasílabos consagran una andadura poética nobilísima, que dota al poema de un ritmo sereno, reflexivo y acogedor.
Es Cuatro noches romanas (Barcelona, Tusquets, 2009) un libro poético más comprometido con su visión del mundo en un momento concreto y muy preciso de su trayectoria vital e intelectual. Ya en los poemarios inmediatamente anteriores, Carnero había iniciado un profundo y lúcido análisis de la propia existencia a través de una poesía innovadora en la que el espacio mítico en que se escenifica contribuye al logro de sus objetivos finales: recapitulación vital, meditación de la muerte, juicio del tiempo. A tal lucidez contribuye, sin duda, la estructura poética elegida, el diálogo, entendido este como una oposición de perspectivas en torno a una misma verdad intelectual. El poeta en su madurez analiza el mundo a través de cuatro diálogos. En la tradición literaria española hay algún ejemplo egregio anterior de estructuras dialogísticas como instrumento de comprensión del mundo. Vicente Aleixandre, en su último libro, concebido en plena senectud, razonaba su existencia oponiendo perspectivas, y lograba el conocimiento que sólo los años logran: Diálogos del conocimiento se tituló este libro inolvidable.Sin embargo, poco tiene que ver esta nueva experiencia poética de Guillermo Carnero con el maestro y premio Nobel de Literatura, salvo en la mera utilización de la estructura dialogística. Porque lo que aquí lleva a cabo Carnero es una amplia reflexión poética a través de cuatro composiciones o extensos poemas que constituyen el libro, en forma de dilatados nocturnos dialogados, que el poeta denomina “noches”, la primera en Campo de’Fiori, la segunda en el Jardín de Villa Aldobrandini, la tercera en el cementerio acatólico, y la cuarta sin ubicación, concluida en una coda en forma de albada, siempre en Roma. Se trata, pues, de una estructura muy sólida y cohesionada, en la que comparece como envoltura o hermosa cobertura el mundo clásico, representado por la Ciudad Eterna, mientras fluyen los versos blancos que contienen la desengañada reflexión del mundo que el poeta nos ofrece, y en la que, una vez asumida la ley de la edad, se dialoga con esa criatura innominada, que bien puede ser la muerte, sobre el tiempo, la decadencia, la belleza, el arte y el nunca decaído u olvidado amor…
Desde el punto de vista formal hay que valorar la acuñación de un lenguaje impecable, nítido, sereno, la forja de una palabra poética limpia y directa, impecable e implacable, directa al fondo de la reflexión, a lo profundo del intelecto donde surge con unatensión sentimental de inevitable de gozo, pero también de escepticismo, patética en ocasiones, vital en otras muchas, pero siempre firme, segura e imparable. Sólo la experimentada calidad de un gran poeta puede conseguir, a través de estas cuatro estancias romanas, mantener la firmeza de un estilo y cohesionar el pensamiento con palabra segura y rica en matices. La gravedad de la reflexión conduce, inevitablemente, al lector al compromiso con la vida y su finitud. La meditación de la muerte, o con la muerte, no impide gozar, sin embargo de lo que se vivió y se tuvo, y aún hoy, con deseo ferviente, se posee o se cree poseer. La proximidad de la senectud, la inminencia de la llegada a la edad del conocimiento (volvemos al último Aleixandre) son las que otorgan al poeta la lucidez total para entender un mundo, que sigue seduciendo con su belleza y con el amor, pero que repugna con su inevitable decadencia y con su poder de autodestrucción.
Es inevitable aludir a algunos elementos del libro que forman parte del mismo y que pudiera parecer, a un lector superficial, insignificantes o someros. En primer lugar las fechas. Tras el título del poema, el libro queda fijado en unos días concretos que marcan una etapa determinada, y que inevitablemente contienen autobiografía: noviembre, 2007-agosto 2008. Tiempo concreto para una edad y un momento de la vida del poeta concretos. Y por otro lado, los textos que acompañan, en esta ocasión, al poeta y sus mensajes: Donne, Hölderlin, Leopardi, Shelley y Chateaubriand, con palabras en las que se habla de oscuridad mientras se escribe, de muerte, de belleza inanimada y muda, de corazón que ya es de los muertos, de vida que divide lo que la muerte en un abrazo une, de esa mano que hace el signo de abreviar… Mientras, las palabras del poeta del siglo XXI cierran el libro, con la voz de la eterna interlocutora, que asegura: “Hoy puedo concederte.../ el privilegio de la indiferencia ./ Vuelvo a la sombra; mira / que junto a un gran poeta de veinticinco años / yace un pintor mediocre que cumplió ochenta y cuatro, / y un niño de seis meses. Nada importa / haber o no nacido”. El poeta había pedido lluvia para borrar los recuerdos, pero ella solo ofrece aridez, arena, insensibilidad… “En medio de mi noche / envuélveme en el manto de la tuya, / y sabré que por fin no duermo solo”, escribe al final el poeta. Palabras para cerrar una intensa reflexión de la vida y de la muerte en un escenario singular, sobrecogedor, mítico, pero integrado en la propia naturaleza de la criatura que este universo poético ha creado.
Francisco Javier Díez de Revenga
Fotografía Francisco Javier Illán Vivas