Revista Expatriados
Ya comenté que casi desde el principio, el Ejército se arrogó un poder de supervisión sobre la vida política. Aunque el desprestigio de las FFAA tras la guerra de independencia de Bangladesh y la asunción del poder por un líder tan carismático como Zulfikar Ali Bhutto, hubieran presagiado un regreso definitivo de los militares a los cuarteles. Pero no fue así debido a dos hechos: Zia ul-Haq y la guerra de Afghanistán.
La dictadura de Zia ul-Haq fue mucho más dura y más larga que las dictaduras precedentes. A diferencia de anteriores dictadores, Zia no se veía como un gobernante de transición cuya misión fuera la de encauzar el país y encarrilarlo por la vía de una democracia funcional. Zia despreciaba profundamente a los políticos y a los partidos. Además, era muy devoto y las políticas islamizadoras iniciadas cínicamente por Bhutto, él las adoptó con toda sinceridad. Zia creó así un banderín de enganche para ciertos sectores del Ejército paralelo al de la protección del Estado: la protección del Islam.
Zia ul-Haq se involucró en la guerra que mantenían los muyaidínes afghanos contra el Ejército soviético tanto por motivos geopolíticos como por motivos religiosos. La intervención en el conflicto afghano la gestionaron las FFAA y muy especialmente los servicios de inteligencia, el temible ISI (Inter-Services Intelligence) con una notoria autonomía. La experiencia afghana reforzó la influencia del ISI que terminó por verse como una suerte de poder por encima del bien y del mal, que sólo rendía cuentas directamente al Presidente y al Primer Ministro y además a regañadientes.
Zia ul-Haq murió en un misterioso ¿accidente de aviación? ¿sabotaje de su avión? en 1988, justo cuando estaba tratando de civilizar su régimen ante las presiones que recibía de todas partes. Siguió una década de democracia a la pakistaní, es decir caótica, en la que se alternaron Benazir Bhutto y Nawaz Sharif, que pasaban más tiempo tirándose los trastos a la cabeza y acusándose mutuamente de corrupción que gobernando el país. Bhutto procedía de Sindh y representaba los intereses de la vieja aristocracia terrateniente. Nawaz Sharif es punjabí y representaba lo intereses de los industriales. Este tipo de cosas cuentan mucho en la política pakistaní.
Los diez años de democracia tumultuosa terminaron con el golpe de estado del General Musharraf. Musharraf no era un ideólogo ni un islamista como Zia, saino un oportunista pragmático. Musharraf supo maniobrar muy bien en los cambios geopolíticos que produjeron los atentados del 11-S y utilizarlos para pegarse a la silla, al haberse convertido en el socio ineludible de EEUU para luchar contra los talibanes. Sin embargo, su creciente impopularidad y un encontronazo con el temible Iftikhar Chaudury acabaron marcándole el camino de salida.
Las elecciones de enero de 2008 dieron lugar a un gobierno de coalición entre el PPP (Partido Popular de Pakistán) de la difunta Benazir Bhutto, que ahora capitaneaba su viudo Asif Ali Zardari, y el PML-N (la Liga Musulmana de Pakistán) de Nawaz Sharif. Se trataba de una alianza contra natura que, efectivamente terminó rompiéndose en octubre de ese año, después de que las elecciones presidenciales hubieran dado como ganador a Zardari.
Los últimos dos años han sido de crisis institucional permanente. En diciembre de 2009 el Tribunal Supremo anuló por inconstitucional la National Reconciliation Ordinance, que era una amnistía general para todos aquellos que tuvieran causas pendientes con la justicia. De pronto el Presidente Zardari vio que se reabrían las causas abiertas contra él por blanqueo de dinero en Suiza. Otra fuente de debilidad para Zardari fue la difícil posición en la que le colocó el descubrimiento de que Osama bin Laden había estado viviendo a sus anchas en pleno territorio pakistaní durante más de un lustro. Cabreo de los norteamericanos y cabreo del estamento militar pakistaní por cómo se llevó a cabo la operación en la que bin Laden fue muerto. Comparado con lo anterior, la campaña de acoso y derribo lanzada por Nawaz Sharif casi parece un juego de niños.
El Presidente Zardari cada vez parece más un hombre acorralado y aún queda un año largo para las elecciones presidenciales. Su Primer Ministro Syed Yousuf Raza Gilani intentó defender su inmunidad ante el caso del blanqueo de capitales y lo que consiguió fue que el Tribunal Supremo le acusase de desacato por desobediencia y forzase su dimisión. Detrás de los movimientos del Tribunal Supremo hay quienes han visto la mano del Jefe del Estado Mayor, General Kayani, quien nunca le tuvo demasiado aprecio a Gilani y menos después de que acusara sin nombrarlos al Ejército y al ISI de conspirar para derribar al Gobierno y de complicidad o negligencia en el caso de Osama bin Laden y de que les exigiera que se subordinaran al poder civil y al Parlamento. Esto suena a un órdago y los órdagos hay que darlos con cartas por si el rival no se achanta. En este caso el rival no se achantó y se descubrió al final que Gilani iba de farol.
Finalmente el pasado 22 de junio la Asamblea nacional votó a Raja Pervez Ashraf del PPP como nuevo Primer Ministro. El Presidente Zardari hubiera preferido al ex-Ministro de Sanidad Makhdoom Shahabuddin, pero apenas se anunció su candidatura, la Fuerza Antinarcóticos emitió una orden de arresto contra él y contra el hijo de Gilani por un escándalo de corrupción relacionado con el tráfico de efedrina. Zardari se rindió sin presentar batalla y optó porque el PPP presentase a Ashraf.
En febrero de 2013 debería haber elecciones legislativas y en agosto, las presidenciales. Ni tan siquiera está claro que Zardari y Ashraf sigan en sus puestos para entonces.