Estaba en el Parque Rivadavia, tirado en el pasto, leyendo una novela bastante extraña del mexicano Mario Bellatin. Hacía un largo rato que tenía ganas de tomar un café, pero como está prohibido el ingreso de vendedores ambulantes en el predio, sólo iba a conseguir tomar un cortado si -por fuera del vallado que rodea todo el parque- pasaba uno de esos hombres que empujan un carrito lleno de termos a los que la gente común llama cafeteros. No había otra opción, ni loco iba a salir a la calle.
Después de un tiempo en el que el deseo ya me impedía continuar con la lectura del libro, vi que se acercaba un sujeto como el que acabo de describir, así que fui hasta la reja y cuando me disponía a llamarlo, me detuve en seco, víctima de cavilaciones absurdas. No sé por qué me pareció que cualquier manera de expresarme sería ridícula, inapropiada, como si mis palabras -de golpe- hubieran perdido el fausto; así que primero le chisté, luego silbé, también intenté atraer su atención con un afeminado hey, hasta que finalmente -como vi que se alejaba- le grité como un poseso: CAFETERO. Denominación que dio un excelente resultado, ya que el tipo se dio vuelta en el acto y vino hacia mí. Esto me confirmó que es mucho mejor pertenecer al grupo que la gente pretendidamente extraordinaria llama común. Me acerqué a la reja y él me saludó con un entusiasmo exagerado, producto de la alegría efímera que le proporcionaba mi compra. Un cortado con bastante leche, le pedí; ah, un café con leche, me corrigió; bué, como se llame, capitulé. Estábamos separados por la reja, yo agarrado a dos barrotes y con la cabeza metida en el hueco. Como vio que yo estaba vestido con pantalones de fútbol y zapatillas, el hombre debió pensar que… Bueno, no sé qué, pero me preguntó: ¿practicando? Sí, le respondí, practicando para cuando esté preso. El tipo se quedó mirándome con una sonrisa forzada y sin alcanzarme el vaso de plástico. Por las rejas, mire, tuve que aclararle, haciendo añicos el chiste. Recién entonces me entregó el café... con leche.