Muchos humanistas aseguran que vivimos en un mundo herido, ajenos a los problemas y dificultades de la gente que no tiene ni para comer. La polifacética actriz Amparo Climent, que debuta en el largometraje con el estremecedor documental Las lágrimas de África, va más allá y sentencia que vivimos en un mundo sin corazón. Una afirmación nada descabellada si tenemos en cuenta, por ejemplo, que se cuentan por miles las vidas de seres humanos muertos en su intento de “saltar la valla” de Melilla con el fin de lograr un futuro mejor en el viejo continente. Consciente de que el drama de los refugiados es una de las mayores vergüenzas que padece el mundo contemporáneo, Climent se adentra de lleno en él con un trabajo que escribe y dirige poniéndose por bandera un firme compromiso con la verdad y un alto grado de exigencia para no caer en la lágrima fácil, lo que hubiera convertido a este trabajo necesario en los tiempos en los que vivimos en algo sensacionalista y no en un agitador de conciencias como finalmente es. Narrado en primera persona, la directora consigue lo que muy pocos han conseguido hasta ahora: mostrar este drama humanitario de forma pulcra y cercana a través de una narración depuradísima y una claridad expositiva digna de elogio, lo que convierten sus 70 minutos en 70 minutos cargados de sustancia.
Las lágrimas de África tiene como misión mostrarnos las dificultades a las que tienen que hacer frente los refugiados cada día para conseguir saltar la valla de Melilla y alcanzar una vida digna al otro lado del Mediterráneo. Sin embargo, lejos de ser un relato meramente descriptivo, el largometraje se alza con un documento de denuncia de primer orden no sólo por las escandalosas imágenes de gente arriesgando su vida con el fin de buscar un futuro mejor, sino por sus referencias explícitas al gobierno español, a la policía marroquí o a demás entidades de primer orden que son cómplices y responsables directas de este desastre. Sin auto-censura de ningún tipo, y siempre llamando a las cosas por su nombre, Climent se apoya en todo tipo de material gráfico, sonoro e imágenes de archivo para dar credibilidad a sus denuncias, como las bochornosas palabras del Ministro de Interior Jorge Fernández Díaz cuando aseguró que la guardia civil no había disparado a un grupo de jóvenes subsaharianos cuando, viendo las imágenes del desgraciado suceso, queda demostrado que mintió. Implacable se muestra también la directora a la hora de condenar las lamentables métodos empleados para frenar el flujo migratorio del áfrica subsahariana, como los equipos de visión nocturna o las cuchillas, como si en vez de seres humanos intentando huir del horror estuviésemos hablando de ganado -métodos, como bien remarca la autora, financiados por el dinero público de la Unión Europea, lo cual es más escandaloso aún-.
Amparo Climent acierta al dividir su trabajo en 4 capítulos: “Excitatio” -el despertar-, “Itineratur” -el viaje- “Inventionem” -el descubrimiento- y “Extremus” -el final-, que se corresponden con los 4 momentos vitales de la propia autora por este viaje físico, pero también espiritual, ya que ni su vida ni su escala de valores volvió a ser la misma tras conocer de primera mano a muchas de estas personas. El primer episodio sirve para contextualizar los hechos mientras el segundo habla de la propia experiencia de la autora en Melilla. El tercero, por su parte, se centra en el monte Gugurú y el último sirve para arrojar conclusiones. Climent mantiene el mismo tono a lo largo de todo el documental, conjugando la belleza de las palabras con la dureza de las imágenes, seleccionando muy bien con su propia cámara lo que tiene que filmar, haciendo un extraordinario uso de los silencios, dando la palabra a un puñado de personalidades expertas en la materia que enriquecen el conjunto e imprimiendo a la narración de un toque poético que en ningún momento queda impostado, sino todo lo contrario: contribuye a dotar de belleza y sentimiento las imágenes –“el color de las lágrimas de una mujer blanca en un día de invierno era del mismo color de las suyas”-. Si algo se le podría reprochar al conjunto es un uso excesivamente enfático de la música, cuando la mayoría de las imágenes aquí filmadas hablan por sí solas, sin necesidad de música.
Es cierto que desde el punto de vista de la técnica cinematográfica algunos planos pueden pecar de no estar lo suficientemente trabajados, pero lo que realmente importa aquí no es el acabado estilístico de los planos, sino lo que muestran todos y cada uno de ellos. Y en cada plano de Las lágrimas de África reina la desesperación, la angustia, la pobreza. Cada plano, en efecto, es un grito para hacernos despertar, para tomar conciencia y actuar de una vez ante un drama humanitario que muy pocos de los que dirigen este mundo sin corazón del que habla Climent han demostrado tener la voluntad de solucionar. En nuestras manos está.