Uno de los tópicos más arraigados en el mundillo lector es la frase de que los adolescentes no leen. Esto lo suelen decir adultos que no se relacionan con adolescentes. O adultos enfadados porque esos adolescentes no leen lo que ellos quieren que lean (qué harto estoy de esos padres que sí o sí quieren obligar a leer un libro de Enid Blyton a sus hijos olvidando que uno de los placeres de la lectura es la libertad que supone poder decir: este es el libro que quiero). La experiencia diaria en la librería me ha servido para desmontar ese tópico y poder decir que los jóvenes leen más de lo que pensamos, aunque menos de lo que querríamos. Pero esto último ocurre con cualquier franja lectora.
Al igual que algunos adultos, hay adolescentes que no leen. Motivos hay muchos. No les gusta, tienen otra cosa que hacer, relacionan lectura con obligación y deberes, etc. Una de las mayores satisfacciones en mi oficio es recuperar a un lector, devolver a alguien la pasión por la lectura y la magia de las palabras. Y con orgullo puedo decir que he conseguido reconciliar a algún adolescente con los libros. ¿Cómo? Escuchando, hablando y acertando en el libro. Al poco vuelven a la librería y comentan el libro, te piden consejo y con los días y los libros acaban recomendando al librero sus lecturas. Y final feliz. El librero, contento. El joven, contento. Y los padres, contentos. Bueno… no todos.
Una tarde estaba un joven librero treintañero colocando unas novedades. Se le acerca una muchacha de unos dieciséis y le pide ayuda. Busca un libro. No le gusta leer, pero en el instituto se ha hecho amiga de una chica que lee mucho y algo de su pasión se le ha contagiado. Busca algo fácil. Algo de vampiros, pero nada de Crepúsculo porque ya ha visto la película. Hablando, hablando, al final la muchacha se lleva Medianoche, de Claudia Gray. No es que al librero le guste especialmente esta saga, pero si algo ha aprendido en estos años es a anteponer las necesidades del cliente a su gusto personal. A las dos semanas la muchacha vuelve y pide más. De repente, se ha envenenado. Se lleva el segundo de la serie y Oscuridad, de Elena P. Melodia, porque quiere algo muy inquietante. Y al poco vuelve pidiendo más. Pero no regresa sola. Viene con su muy señora madre. Quien en poco menos de una conversación se convertirá en uno de mis mayores archienemigos.
Mientras su hija contempla extasiada los libros juveniles y se debate entre un título u otro, la madre se me acerca.
―Así que tú eres el librero, ¿no?
―Sí.
―Pues por tu culpa mi hija ahora lee. Antes estaba tan tranquila saliendo por ahí, con el ordenador por las tardes, todo el día con el móvil, pero ahora lo único que hace es leer y hablar de libros con sus amigas.
―Eso está bien, ¿no?
―¿Bien? ¿Pero tú sabes el dinero que me gasto en libros? Antes la niña me salía barata, pero ahora es la ruina. Pero tú tan contento sacándome los dineros. Si no le hubieras dicho nada estaríamos tan tranquilos.
―Leer es bueno…
―Tanto leer, tanto leer. ¿De qué le va a servir? Para lo único que sirve es para que no pueda ir a la peluquería. Y todo por tu culpa.
Poco a poco y sin darle la espalda me alejé de ella.
Las visitas de la muchacha y la madre se hicieron habituales y se estableció una rutina. La hija miraba libros y la madre me machacaba y me hacía responsable de la ruina económica de la familia. Hasta que un día dejaron de venir. Pensé que quizá las predicciones de la señora se habían cumplido y que la compra de la última novela de Richelle Mead había llevado a su familia a la ruina y ahora sobrevivían comiendo cristales, trabajando como conejillos de indias en experimentos ilegales y durmiendo en una casa sin techo, sin suelo y con una sola pared.
Pero no. Tiempo después la señora entró en la librería como un animal enfurecido y rabioso, se me plantó delante y alzando la voz un par de decibelios más de los que la audición humana puede soportar me dijo alto y claro:
―Jódete, jódete, jódete, que ahora mi niña va a la biblioteca, se deja los libros con una amiga y lee mucho menos. No volverás a sacarme el dinero ni a mí ni a los míos. Hemos ganado y la próxima vez engaña a otros.
Todo esto acompañado de unos gestos con manos y brazos que me niego a describir aquí. Acabó su arenga y salió de la librería a la misma enfurecida velocidad. Y nunca más volvía a verla.
Y, la verdad, ya lo dice el refrán. Nunca se lee a gusto de todos. Como aquella otra señora que le negó un segundo libro a su hijo alegando que para qué otro libro si en casa tenía la PlayStation muerta de asco y sin hacerle caso. Pero esto es otra historia.