Desconozco en qué año fue que Jean-Pierre Melville afirmó que la obra póstuma de Jacques Becker era el más bello film francés que él haya visto. La cuestión de la fecha, en verdad, no es un detalle menor, dado que, a partir de 1960 –año del estreno de Le trou– y antes también, la nouvelle vague nos regaló una inestimable cantidad de joyas cinematográficas que hasta el día de hoy permanecen grabadas en nuestra memoria. Sea como fuere, fruto del apasionamiento temporario, o consecuencia de la reflexión en perspectiva, la afirmación de Melville –al menos para quien escribe– lejos parece estar de ser rotulada como un capricho infundado.
A Becker se le hubiesen sonrojado ambas mejillas, pero no tuvo la oportunidad de escuchar ni de leer los elogios de Melville, pues falleció imprevistamente pocos días después de finalizar su largometraje más famoso. Su hijo Jean, a la postre digno heredero del oficio paterno, y que se había desempeñado como asistente durante el rodaje, fue el encargado de completar detalles de postproducción.
Sin dudas, hemos pasado tardes enteras atornillados a nuestros sillones viendo westerns, ya que en ellos captamos –aunque sea tan sólo por un fugaz silbar de balas o por la polvareda que deja en el desierto el galope de un indómito corcel y su jinete–, la emoción de la épica. Conjeturo que Borges no se disgustaría si dijéramos que en las películas de fugas carcelarias, a estas alturas todo un subgénero dentro del cine de aventuras, regularmente también asoma un resquicio de esa épica. Para muestra basta botón, y ciertamente en Le trou el espectador percibe el plan de fuga y su puesta en marcha como una suma de acciones que rozan lo heroico, pese a que existen miles de actos más memorables que escaparse de una prisión. Y es preciso acotar que, salvo al final del film, el director jamás juzga el comportamiento pasado ni presente de los cinco presidiarios. Queremos que logren evadirse aunque desconozcamos la justicia o injusticia de sus condenas.
Pero olvidémonos por un rato de este complemento nada secundario, y pasemos a lo que verdaderamente hace de Le trou una película extraordinaria: a través de una modesta pero esmerada puesta en escena, Becker nos mete de lleno y sin contemplaciones en la cárcel (prácticamente durante la totalidad del metraje), casi hasta el límite de convertir al espectador en un recluso más. Acompañamos a Roland y a Manu en sus recorridos por los oscuros subsuelos de la penitenciaría, repleto de túneles, barrotes, recovecos y cloacas, luego del titánico esfuerzo para efectuar el orificio desde la celda, y en nuestro ser parecen palpitar las mismas ansias de libertad que contemplamos en sus curtidos rostros sorteando escombros. El mérito de Becker y sus asépticos pero esmeradísimos planos detalle, radica en la natural absorción del minúsculo espacio escénico y el resaltamiento de un matiz físico que invade por poco toda la cinta (sudor, sudor y más sudor): de una limitación sobreviene un atributo positivo, o, en otras palabras, el director demuestra su capacidad para sacar réditos de lo que a priori podría ser considerado un obstáculo.
Detengámonos ahora en un ejemplo que viene como anillo al dedo para destacar también la labor superlativa del director de fotografía, Ghislain Cloquet. Se trata de un plano que en apariencia sólo enseña a dos de los personajes caminando entre la negrura por uno de los túneles subterráneos, pero a medida que se alejan de la cámara (y, por ende, del espectador), la precaria luz de la antorcha que llevan consigo se refleja en el espacio circular, constituyendo acaso esa imagen una contundente metáfora de la condición del hombre buscando a tientas su camino hacia la libertad en medio de la oscuridad que los engulle.
Jacques Becker se permite asimismo algunos lujos que finalmente redundan en la ya mencionada apropiación del espacio físico, como ser esos extensísimos planos detalle que muestran cómo los protagonistas empiezan a picar el cemento del suelo, o bien cómo liman con paciencia un barrote. Lejos de resultar soporíferos o superfluos, es precisamente en esos planos aparentemente tan básicos donde compartimos con mayor vivacidad las tensiones y temores que inundan a los escapistas. Con el riesgo de pecar de exagerado, hasta podría afirmarse que, a partir de la forma en que cada uno agarra el fierro y golpea la superficie, sería posible trazarse un perfil psicológico no muy desacertado de los cinco personajes. Otro de los magníficos detalles que rodean a Le trou son esos complejísimos planos filmados a través de un diminuto espejo incrustado en un cepillo de dientes; al introducir tal artilugio a modo de periscopio en la mirilla de la puerta, Geo, Roland, Manu, Monseigneur y el refinado Claude, tienen un panorama acabado de lo que sucede en los pasillos de su división, percatándose con anticipación si algún guardia se acerca a la celda que comparten.
Es una pena que Becker no haya vivido más tiempo, pero es una injusticia que hasta el día de hoy se ponga a discretos directores por encima de su nombre, desconocido lamentablemente incluso para muchos cinéfilos. En consecuencia, celebremos pues la afirmación de Melville, aunque no la compartamos del todo, volvamos a empatizar con esos cinco hombres que se juegan su destino en un trozo de cristal, sorprendámonos de nuevo con la impecable resolución, y luego veamos otra película del francés, Casque d’or, sin arrepentimientos y con idéntica devoción.
Le trou (Francia, 1960).
Director: Jacques Becker.
Intérpretes: Philippe Leroy, Marc Michel, Michel Constantin, Jean Keraudy, Raymond Meunier, André Bervil.
Calificación: 8,50.