Revista Arquitectura
A unos quince minutos a pie de la Ciudad Vieja (quizá a unos veinte o veinticinco de la Basílica del Pilar, precedida por una de las plazas mas inhóspitas que conozco), rodeada de edificios anodinos, se erige la Biblioteca Pública de Zaragoza. Su entrada queda precedida por una minúscula plaza, ganada a la calle retrasando el cuerpo que contiene la sala de lectura, y acotada por un patio inglés arbolado que ilumina la biblioteca infantil, situada en el sótano. En el lado contrario al patio inglés se alza el cuerpo de administarción, que presenta fachada a este espacio y sobre el cuerpo de las salas de lectura, el doble de bajo, que tiene la altura de los edificios del resto de la calle, y que sirve, también, de cojín que entregue este equipamiento contra una calle que parece diseñada más para edificios altos entre medianeras que para grandes equipamientos públicos que requieren mucha superficie y poca altura.
Aun así, como concesión al emplazamiento, el programa se desarrolla en vertical. Perpendicular al cuerpo de administración, estrecho y largo, adosado a la medianera de un enorme edificios de unos trenta o trentaicinco años de antigüedad, de cinco o seis alturas, en doble crugía, está el edificio que contiene las salas de lectura infantil y de adultos, un pequeño aulario y algunos espacios representativos.
Este edicio parece simetrizarse respecto a su eje longitudinal, y la entrega contra el patio interior de manzana, convertido ahora en una plaza pública completamente desangelada, se realiza análogamente a como lo hace hacia la calle: con un patio inglés ajardinado. Tiene cuatro alturas, tres y cuarto respecto del nivel de la calle, ya que la planta baja queda aproximadamente un metro y veinte centímetros elevada del suelo.
Las cuatro plantas son, en realidad, dos edificios de dos plantas superpuestos. Cada uno de estos edificios tiene un vacío central a doble altura correspondiente a la sala de lectura infantil abajo y a la de adultos arriba, con las estanterías de libros bajo los altillos y espacios inforales y aularios en la parte superior. Un sistema de escaleras rectas conectan las dos salas de lectura, y el acceso al edificio se produce, de manera muy inteligente, por el altillo de la biblioteca infantil, de modo que sólo hay que subir o bajar un único tramo de escaleras para acceder a las salas de lectura principales.
La calle queda a sureste y la fachada al patio interior de manzana a noroeste. Las entradas de luz se realizan en función de estas orientaciones, y asimetrizan una sección que, de no ser por esto, podría ser perfectamente simétrica.
La autoría del edificio corresponde a la asociación entre Víctor López-Cotelo y Carlos Puente, que actualmente trabajan separados. No puedo esconder que son dos de mis arquitectos favoritos. Gallego y vasco respectivamente, se conocieron trabajando para Alejandro de la Sota. Puente, en su fabuloso dietario “Idas y Vueltas” (Col·lecció Cimbra, Arquia, 2008), diría que “descubrí, más tarde, que eso era muy importante”.
En cierto modo, su carrera, tanto juntos como por separado, ha superado a la del maestro: menos proclives a los manifiestos, más posibilistas, más valientes a la hora de aceptar esa vertiente intangible y peligrosa de la arquitectura, es decir, su vertiente poética. De la Sota siempre me ha parecido una bomba que no llegó a estallar, excepto en contadas ocasiones (como el Gobierno Civil de Tarragona, edificio obligatorio de conocer), aún manteniendo una carrera de altísimo nivel. Maestros contemporáneos a él, como Fisac o Sáenz e Oíza, tuvieron menos miedo al fracaso, al error, al paso en falso, y, a trancas y barrancas, llegaron más lejos que de la Sota, un arquitecto como mínimo a su nivel.
López-Cotelo y Puente, juntos y por separado, han avanzado lentos pero seguros, como una apisonadora, y algunos de sus edificios son de lo más interesante que ha sucedido en la arquitectura española en los últimos veinticinco años: López-Cotelo construyó, en un pueblecito de la costa almeriense, una minúscula casita de veraneo entre medianeras sólo comparable en intensidad al Cabanon de Le Corbusier. Cada vez que creo exagerar reviso los planos y quedo más convencido de esta afirmación. Carlos Puente es el autor de la rehabilitación de la Casa de las Conchas en Salamanca. Gracias a él es posible visitar una de las joyas del barroco español sin notar que es, actualmente, una obra de arquitectura moderna de primerísimo nivel. Quien quiera notarlo sólo tiene que fijarse en exquisito diseño de las carpinterías, de los pavimentos, o en el hecho que uno de los edificios más conocidos de España, catalogado con el más alto grado de protección existente, aloje en su interior unas instalaciones docentes de primer nivel de un modo casi secreto.
La biblioteca de Zaragoza es una de sus obras mayores. He querido explicar, en la primera parte de este escrito, parte de las condiciones iniciales que hacen que este edificio sea arquitectura. Lo que realmente lo trasciende planea sobre estas decisiones: el lenguaje compositivo. La coherencia interna. El uso inteligente de los materiales. La calidez de la luz. Lo ajustado de las dimensiones de todos sus componentes, des de un pasamanos hasta las sillas, el diseño de las mesas, la elección de las luces. El lucernario a norte. La estructura dimensionada al límite de su resstencia. El revestimiento basto, rugoso, de la fachada, construcción húmeda de bajo nivel, ejecutada de un modo aparentemente descuidado. La puerta de acceso. La tranquilidad con que se entra. Una pareja hablando en las mesas bajas, a mi lado, en un interludio de su estudio, sentada en los mismos sofás cómodos donde estoy. Sus pies están indolentemente apoyados en el antepecho bajo de una enorme ventana, lámparas de pie a la altura óptima para leer, plantas separando grupos de dos mesas.
El chico se da cuenta que estoy dibujando a su amiga, de espandas a mi, llevando un vestido corto con un tirante caído sobre el brazo, y me sonríe. Bajo mis pies, gente estudiando, e ltecho siete u ocho metros por encima. Parecen revestidos de una dignidad de monje medieval.
Visité esta biblioteca por primera vez hará unos siete u ocho años. La escalera principal, de subida a la sala de adultos, todavía conservaba las barandillas originales, realizadas con red de pescador. Actualmente son de cristal. Des de entonces, debo haberla visto con cinco o seis distribuciones diferentes. Siempre llena de gente. Su arquitectura presenta múltiples registros de lectura. Uno de ellos permite vivirla indolentemente, sin fijarse en lo que te rodea.
Sin este edificio Llinàs no habría diseñado su biblioteca de Terrassa, ni la Jaume Fuster en Gràcia, su digna prima hermana. Leed algún día las explicaciones que Koolhaas da al diseño de su (fabulosa) biblioteca en Seattle, y pensad si algo de lo que dice, salvadas las diferencias de escala, deja de ser aplicable a esta biblioteca de Zaragoza, ahora injustamente olvidada a pesar de ser un éxito absoluto.
Después de la visita os espera una cerveza fría en el próximo Café Levante, a la salud de los arquitectos.