El alquimista alza la mano y palmea el aire en un intento infantil de refrenar el tiempo. Sus ojos vagan por la bóveda del laboratorio. Entre la barba y el espeso bigote, sus labios dibujan una mueca de asombro. “Eureka”, parecen murmurar. Tiene una rodilla clavada en el suelo y adopta la postura clásica de los poetas místicos en el instante de la revelación. El reloj marca las once de la noche. La sala está a oscuras. A un palmo de sus narices sin embargo la retorta brilla con una intensidad fantasmal. Allí, en su interior, recién destilada, rebulle su gran hallazgo: una sustancia refulgente y desconocida. Aún con la mano suspendida en el aire, inclinado en el suelo y con la vista fija en el techo, el alquimista decide el nombre con el que la bautizará: phos (luz) y phoros (traer).
Hennig Brand por Joseph Wright, 1771. Fuente: Wikimedia Commons
La escena la pintó en 1771 el artista Joseph Wright e inmortaliza uno de esos afortunados encontronazos entre ciencia y azar: el instante en el que –en 1669– el alquimista Hennig Brand había hallado el fósforo.
Como obra de buen romántico, el lienzo de Wright destila emotividad, pero es probable que el momento real del descubrimiento fuese bastante menos épico. Primero porque Brand no buscaba ese elemento químico, sino la Piedra Filosofal. Segundo, porque –inspirado por las teorías de la Alquimia– trabajaba con litros y litros de orina humana.
No es descabellado pensar que la magna revelación se alcanzase en una atmósfera pestilente, entre cubos rebosantes de orines y las quejas de los vecinos y la mujer de Brand, quien costeaba por cierto los experimentos.
El papel de Hennig Brand (Hamburgo, 1625-1692) es importante por dos razones. No solo fue pionero en aislar el fósforo. Como recuerda Isaac Asimov, también ostenta el mérito de ser “el primero en descubrir un elemento químico que no se había conocido, en ninguna forma, antes del desarrollo de la ciencia moderna”. Tal vez por esa razón a menudo se le ha etiquetado como “el último de los alquimistas”.
Solo ocho años antes de que sus experimentos con orina diesen frutos, Robert Boyle había definido los elementos químicos. Entonces el listado era bastante corto. Lo componían los nueve que se conocían desde la Antigüedad (oro, plata, cobre, hierro, plomo, estaño, mercurio, azufre y carbono) y los otros tres que aportó la Alquimia medieval: el antimonio, descubierto por Al Razi “Rhazes” (850-925); el arsénico, con el que dio Alberto de Bollstadt “Alberto Magno” a mediados del siglo XIII; y el zinc, mérito este último de Teophrastus Bombastus von Hohenheim, prolífico erudito suizo de impronunciable nombre que ha pasado a la historia como “Paracelso” (1493-1541).
¿Cómo sumó Brand su nombre a esa lista?
“The Alchemist”, David Teniers the Younger, Museo del Prado. Fuente: Wikimedia Commons
Tras participar en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), Hennig se casó en segundas nupcias con una acaudalada mujer que le permitió entregarse a su gran pasión: la Alquimia, más concretamente a la crisopeya, el afán por transmutar los metales en oro.
Influido por las teorías místicas, en la segunda mitad del siglo XVII se lanzó a buscar la Piedra Filosofal en la orina. Y lo hizo con una determinación encomiable. Reunió 50 cubos repletos del pestilente líquido y dejó que se pudriera. Más tarde lo hirvió hasta obtener una pasta y la calentó con arena, destilando el fósforo elemental de la mezcla.
Aquella sustancia maravilló al seudoquímico hamburgués: brillaba en la oscuridad y en ocasiones se inflamaba de forma espontánea. El proceso duró varios meses y se estima que Brand empleó 5.500 litros de orina para obtener 120 gramos de fósforo. El material que obtenía era, por cierto, fósforo blanco, una de sus formas alotrópicas, que puede actuar como potente veneno.
Celoso de su descubrimiento, Brand lo compartió solo con algunos amigos. Las cualidades de aquel sorprendente “fuego frío” no tardaron sin embargo en correr como la pólvora por toda Alemania.
“The Alquemist”, Pieter Bruegel (1525–1569). Fuente: Wellcome Images
El historiador Alejandro Navarro Yáñez recuerda que el secreto sobre cómo obtener el fósforo llegó a ser “uno de los misterios más famosos de la época”. Tras pagar a Brand y con la respuesta al enigma en el bolsillo, Johann Daniel Crafft –químico y emprendedor– se dedicó a lucirlo por Europa.
Embarcado en ese periplo se presentó ante el mismísimo duque de Hannover. Otros, como Johann Kunckel o Godfrey Hanckwith también intentaron sacar provecho del nuevo elemento. Sus particularidades sorprendieron incluso a Gottfried Leibniz, quien en el verano de 1677 llegó a escribir un artículo para el Journal de Sçavants en el que reflexionaba sobre las virtudes de la sustancia por su “fosforescencia”.
Gracias a la intermediación de Leibniz, el soberano de Hannover concedió una pensión vitalicia a Brand y llegó a contratarlo para que pusiera en marcha un laboratorio de fósforo. Con la idea de que no le faltase materia prima, se abasteció al hamburgués de enormes cantidades de orina que proveían los soldados de un cuartel cercano y mineros.
Hennig murió en 1692. Varias décadas después, en 1737, la Académie Royale des Sciences de París compraba la patente del fósforo para facilitar su acceso. Eso favoreció que, medio siglo más tarde, Karl Scheele idease un método más sencillo para obtenerlo sin necesidad de usar orina.
Aunque algunos autores apuntan que los alquimistas árabes del siglo XII llegaron a aislar el fósforo elemental por accidente y el propio Robert Boyle logró producirlo solo unos años después de Brand –en 1680–, lo cierto es que el elemento que hoy nos permite disfrutar de fuegos artificiales, encender nuestras cocinas con cerillas, abonar los cultivos con fertilizante… se debe a los devaneos del hamburgués con sus 50 cubos de orina.
Bibliografía consultada
-Navarro Yáñez, Alejandro. (2013). El científico que derrotó a Hitler y otros ensayos sobre la Historia de la Ciencia. Barcelona. Editorial Almuzara.
-Asimov, Isaac.(1975). Breve historia de la química. (edición de 2010). Madrid. Alianza Editorial.
-Izquierdo Sañudo, María Cruz; Peral Fernández, Fernando; De la Plaza Pérez Ángeles y Troitiño Núñez Mª Dolores. (2013). Evolución histórica de los principios de la Química. Editorial UNED.
-Arribas Jimeno, Siro. (1991). La fascinante história de la alquimia descrita por un científico moderno. Universidad de Oviedo.
-Smith, Pamela h. (2016). The business of Alchemy. Princeton University Press.
-Arana, Juan. (2013). Leibniz y la química. Cultura. Revista de História e Teoria das Ideias. 32
-Encyclopedia Britannica
Licenciado en Periodismo por la Universidad de Santiago de Compostela (USC). Desde 2010 ejerce como periodista en Faro de Vigo. En la actualidad cursa el Máster en Periodismo y Comunicación Científica de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).
@CarlosPrego1
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