Yo llevaba recibido de veterinario muy poquito, ya era docente de histología en la Facultad, pero con un cargo de ayudante dedicación simple el sueldo no me permitía siquiera pagarme el alquiler de la casa que compartía. A mí también las milanesas de soja, que vendía a los amigos, me dejaban unos mangos para poder pelearla. Pero entre tanta cosa jodida, los viernes por la tarde me acercaba un aire de frescura. Me tomaba el “venado” en la puerta de la facultad y partía a casa. Caminaba casi una hora desde la terminal y llegaba al nido casi de noche. Recién aterrizado, siempre me esperaba un asado flaco hecho a la parrilla eléctrica, que me sabía a gloria y regocijo infinito. Sin embargo, el momento especial, el que mejor recuerdo y me trae hoy hasta estas letras, era la tardecita del sábado. Nunca faltaban los sanguchitos de miga o las empanadas caseras para la cena. Y para acompañar esos majares nada sabía mejor que un tinto argentino. Religiosamente todos los sábados a la nochecita íbamos con mi viejo a un super que estaba frente a la Plaza San Martín y, además de otras cosas para la casa, nos pasábamos un buen rato eligiendo el vino. Yo creo que mi viejo fingía que buscaba, cuando en realidad el honor de escoger el líquido me de lo dejaba a mí. Ni yo ni él teníamos ni idea de vinos en aquella época, pero había algo casi mágico en esa acción. No daba igual llevar cualquier cosa, había que elegir bien. El presupuesto no era alto, pero las etiquetas más atractivas (para lo poco atrevidas que eran en ese momento) solían inclinar la balanza. También los nombres imponían. Cuántas veces he mirado babeando los Navarro Correas imposibles a nuestro bolsillo. Vino de culto si los hubo en Argentina.
Haciendo memoria, recuerdo algunas de las etiquetas que he bebido. No son muchas, pero me vienen a la mente la caramañola de San Felipe, el Point Leveque, el Don Valentin Lacrado, el Chateau Vieux, el Etchart Privado (único blanco que me gustaba) y muchos otros que se evaporaron de mi memoria hace tiempo como tantas otras cosas… Cada vez un vino diferente (hasta ahora lo sigo haciendo), casi siempre tinto, y siempre con mi viejo de cómplice.
Han pasado más de 15 años y aún recuerdo cada cena de sábado. El sentarme a la mesa a degustar la buena comida y esos primeros vinos catados con “el gordo” (aunque hasta el día de hoy no bebe más de dos tragos porque dice que le hace temblar las piernas), como uno de los momentos más felices y que más disfruté durante toda mi vida.
Quizá la distancia, quizá la nostalgia, quien sabe… Salute viejito!