“Es un libro. Sólo un libro”. Me acuerdo de que la vecina se refirió a él justamente de esa forma: “Sólo un libro”. Mi madre aceptó el regalo tal y como entendía la vida: con una mezcla de pudor y miedo. La recuerdo abriendo exageradamente la boca para dejar salir el sonido de las vocales de aquel apellido extranjero: W-o-o-l-f. Virginia W-o-o-l-f. Y cómo luego arqueó los labios en una suerte de risa avergonzada, de provinciana a la que han enseñado a hacer punto de cruz y de cadeneta y a pronunciar con gracia la palabra “crochet”, pero no a aspirar como una jota la “h” de Rock Hudson, ni a omitir la “e” al final de John Wayne. Miró a la vecina y, dispuesta a agradarla, abrió una página al azar:
“Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre al doble de su tamaño natural”.
Sonrió, aunque esta vez, decididamente incómoda. Cerró la puerta. Escondió el libro. Y se puso a hacer la cena. Jamás nos reprochó no haber tenido una habitación propia. Pero la tortilla de patatas nunca le volvió a salir igual.