Es curioso, pero ayer mi tren se transformó en una antigua redacción de periódico, de aquellas repletas de máquinas de escribir aporreadas sin descanso. Por momentos, creí que me había equivocado de vagón, o de puerta o, qué digo yo, incluso de realidad.
Mi escenario acostumbrado cambió completamente cuando entraron dos chavales. Iban presumiblemente juntos, pues se sentaron uno al lado del otro. Llegaban abducidos por sus teléfonos móviles del tipo Blackberry, la mirada fija en sus pantallitas, guiados hasta sus asientos por piernas dirigidas no sé bien por qué mágicos poderes. Escribían como posesos, cada uno a lo suyo, como si de la velocidad del ejercicio mecanográfico dependiera todo su próximo mes de conexión a internet, o semejante celeridad fuera imprescindible para mantener llena la batería de aquellos chismes.
Aunque lo más llamativo era que sus teclados de última generación estaban configurados para emitir un ruido similar al de las máquinas de escribir. ¡Tac-tac-tac tac.tac.tac tac-tac...! Ellos se mantenían ajenos al escándalo que armaban, y yo, que valoro enormemente las propiedades silenciosas de la tecnología, me preguntaba en qué categoría debía situar a aquella pareja. ¿La de los nostálgicos, cosa extraña a su edad? ¿La de los amantes de lo retro que se pirran por todo lo pasado muchos años antes de haber nacido? ¿Seres con fobia al silencio -muy abundantes, por cierto, con sus móviles libres de auriculares siempre reproduciendo algo-? ¿Actores en mitad de una performance que pretende epatar, desconcertar, o algo similar? ¿Tocapelotas con ganas de sacar de quicio al que se pone por delante?En fin. Tal vez sigamos divagando. O no.
