Revista Cultura y Ocio

Los perros de la dictadura

Publicado el 16 octubre 2017 por María Bertoni
Los perros de la dictaduraLa ficción de Said se estrenó el jueves pasado en salas de Buenos Aires, La Pampa, Mendoza, Chubut, Formosa.

En vez de Los perros a secas, la película de la chilena Marcela Said podría haberse titulado Mariana y los perros en alusión al regalo que la protagonista recibe de manos de su marido: una reproducción del óleo Laura y los perros que (el también chileno) Guillermo Lorca pintó en 2012, y que sugiere una relación ambigua, acaso perversa, entre la niña retratada y ¿sus? diez canes.

Pedro elige ese regalo porque imagina –con tino– que su esposa se sentirá identificada con esa nena rubiona, de ojos claros, perruna igual que ella. Acaso la realizadora haya elegido justo ese obsequio porque, como su largometraje, el cuadro representa de manera inquietante una relación de fuerzas asimétricas.

A los cuarenta años, Mariana lidia con otros perros además de sus mascotas: un vecino que amenaza con matarle uno de esos pichichos, un fiscal de la Nación que se arroga el derecho a disciplinarla, un padre que le niega autoridad en la empresa familiar, un marido que también la subestima, un profesor de equitación que sólo le exige obediencia mientras dura la clase.

Como Lorca con Laura, Said sugiere que Mariana mantiene a raya a sus canes, aún cuando éstos la superan en cantidad, fuerza física, incluso edad. También como el pintor, la realizadora reconoce y coquetea con el riesgo de descontrol.

Los perros de la dictadura
Laura y los perros de Guillermo Lorca. Clic en la imagen para ver la reproducción completa.

Más allá de Lorca, Said busca retratar otra relación de fuerzas asimétricas, aquélla implícita en el pacto cívico-militar que primero promovió el derrocamiento del gobierno constitucional de Salvador Allende y luego apuntaló al dictador Augusto Pinochet. La realizadora se concentra entonces en un perro en particular: el profesor de equitación que décadas atrás trabajó para la Dirección de Inteligencia Nacional y en esas circunstancias frecuentó al padre de Mariana.

Said revela este dato a poco de iniciada la película, acaso porque le urge cumplir con el propósito fundamental del film: a partir de una rápida comparación entre las trayectorias del ex agente y del siempre empresario, señalar las suertes distintas que corrieron los distintos autores de la dictadura, materiales (los militares) por un lado e intelectuales (la alta burguesía) por el otro.

La realizadora retoma la alegoría que divide a los seres humanos en dos grupos, amos y canes. En este marco, Juan pertenece a la segunda categoría y, si bien en ámbitos distintos (no es lo mismo la DINA que un club hípico), siempre sirve a los mismos patrones. De hecho, se trata de un perro tan sacrificable como las mascotas de Mariana.

La metáfora ayuda a precisar la noción de complicidad cívico-militar porque invita a mirar más allá del consabido colaboracionismo ciudadano para identificar la subordinación militar a la clase terrateniente y/o empresarial. El problema es que la misma figura retórica parece rehabilitar el concepto de obediencia debida, ya no al superior uniformado sino al civil encumbrado, y entonces amaga con relativizar la responsabilidad que les cabe a los verdugos como Juan.

Los perros de la dictadura
Antonia Zegers y Alfredo Castro se lucen en los roles de Mariana y Juan.

El afán por denunciar el accionar impune de la casta dirigencial desplaza al profesor de equitación del rol de victimario al rol de víctima. Por otra parte, el aquí declarado interés por las “zonas grises” traslada en un sentido inverso a dos representantes de las víctimas de la dictadura: el mencionado fiscal por un lado, los participantes de un escrache o funa por el otro. Sobre todo este segundo corrimiento nos sabe mal a los espectadores argentinos que recordamos la desafortunada afirmación de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich en La noche de Mirtha: “Los demonios no eran tan demonios ni los ángeles tan ángeles”.

Desde esta perspectiva, Said trastabilla un par de veces. Es una pena, primero, porque se malogra la infrecuente –y por lo tanto estimulante– invitación a explorar a bordo de una ficción el componente cívico de nuestras dictaduras. Segundo, porque pierden brillo las principales virtudes de la película: la fotografía de Georges Lechaptois, las actuaciones de Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Sieveking (cuesta creer que se trate del mismo actor que encarnó al viejo capataz de El invierno) y el interesante contrapunto con el óleo de Lorca.


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