Tras reformular el concepto de blockbuster y dar una dimensión narrativa hasta entonces desconocida al cine de superhéroes con su primera parte, llega ahora Los Vengadores: la era de Ultrón (Joss Whedon, 2015), la continuación de las aventuras de este grupo de superhéroes Marvel creados por Stan Lee y Jack Kirby. Eran muy altas las expectativas hacia esta nueva entrega, no sólo por tratarse de personajes tan afianzados en la cultura popular, sino por las cifras de récord que dejó en su camino Los vengadores, como sus 1.200 millones de dólares de taquilla o su título de película más taquillera del 2012. Capitanea la jugada nuevamente Whedon, realizador de culto tanto en cine como en televisión también firmante del guión. La pregunta, por tanto, es clara: ¿cumple Los vengadores: la era de Ultrón con todo lo que se esperaba de ella? La respuesta lo es aún más: no. Estamos no sólo ante una película claramente inferior a la primera parte, sino a una historia innecesariamente alargada, aburrida y sin ningún atisbo de mesura. Una película que pretende ser tan espectacular, tan falsamente épica y tan de todo, que no tarda en revelarse como un batiburrillo de excesos absolutamente agotador.
El film gira en torno a los esfuerzos que tendrán que hacer Los Vengadores –Iron Man, Capitán América, Thor, El increíble Hulk, Viuda Negra y Ojo de Halcón– para frenar al programa de seguridad global Ultrón (James Spader), el cual terminará rebelándose contra su creador, Tony Spark (Robert Downey Jr.) y convirtiéndose en una amenaza para la Humanidad. Explicado así puede sonar hasta atractivo, pero son tantas las líneas narrativas presentes y tantos los frentes abiertos, que la película no tarda en convertirse en un caos a partir de la excelsa presentación de los protagonistas en sus primeros minutos, donde Whedon consigue una hibridación entre cine y cómic más que elogiable. El problema principal es que el director comete un error de principiante: confundir el buen cine de acción con el exceso de ruido. Un mal, por otro lado, del que adolece buena parte del cine de superhéroes actual. Como espectador me gusta ver una pelea con total y absoluta claridad, algo que en esta nueva entrega de Los Vengadores es imposible: las escenas son tan caóticas y la cámara se mueve tanto, que apenas podemos dilucidar lo que ocurre en pantalla cuando sus protagonistas se lanzan a dar mamporros. Whedon toma por bandera la técnica de la captación multicámara excesiva, la de los planos de ínfima duración y la de los giros de cámara imposibles sin sospechar en ningún momento que no le hacen ningún bien a la película. Es una lástima que todos los millones invertidos en efectos especiales o las propias coreografías de las escenas de lucha no se aprecien como es debido.
No hay nada en medio de este barrizal narrativo que llame mínimamente mi atención. Las historias, solapadas y mal montadas, se me hacen imposible de seguir, las escenas de acción difíciles de disfrutar y el villano de turno -un Ultrón que gana con creces a Loki, el malo malísimo de la primera entrega- tiene tan poco peso en la película que me quedo con ganas de más. Por suerte, esta segunda parte potencia ese humor Marvel tan característico, con algún momento hilarante como el de cuando algunos vengadores intentan levantar sin éxito el martillo de Thor o el clásico cameo de Stan Lee. No es la única virtud de una película que se las ingenia para que todos tengan su momento de gloria, algo especialmente difícil de conseguir con un reparto tan coral. Pero donde quizá la película alcanza su pico de excelencia sea en el combate entre Iron Man y Hulk, una de las contadísimas escenas en las que el director se muestra abierto a la contemplación; a que el público pueda ver nítidamente lo que ocurre en una pelea. .
Estamos, en definitiva, en una segunda parte que se propone ser mayor en todo que su predecesora: más larga (141 Vs 135 minutos), más cara (235 Vs 220 millones de presupuesto) y, por desgracia, más enredada. Cuánto hubiera ganado la película si en vez de esgrimir una técnica tan dudosa como la de marear al espectador, se hubiera reducido la densidad argumental, ofreciendo un producto más masticable al gran público. El resultado es un cúmulo desmesurado de escenas de acción, mal ejecutadas y montadas, con un gusto enfermizo por los primeros planos, que no le hacen justicia a su ejemplar primera parte. Sólo en la escena del metro de Spider-man 2 de Sam Raimi, rodada hace más de 1 década con menos dinero y todo un paradigma del gran cine de acción y de superhéroes para el que esto firma, hay más adrenalina y más calidad que en estas eternas dos horas y media de gato por liebre. De mucho ruido y pocas nueces.