Conviene advertirlo de entrada: los que no comulguen con el cine de Julio Medem mejor que ni se acerquen a ma ma (2015), su última criatura. Los vírgenes en el cine del realizador de Lucía y el sexo (2001) o Los amantes del círculo polar (1998) no encontrarán en ella un sólo motivo para adherirse al estilo introspectivo e intimista del aclamado cineasta. Los que sean devotos del director, por su parte, tampoco es que estén de especial enhorabuena: el último trabajo de Medem es decepcionante. Duele decirlo, pero parece que el director que rompió moldes con su opera prima –Vacas (1992)- y se fue reafirmando título a título como uno de los talentos cinematográficos más indomables e inclasificables del cine español, ha ido perdiendo progresivamente parte de su magnetismo inicial. Lo que antes parecía pura sugestión, ahora es mero artificio; lo que antes conmovía, ahora queda ridículo; lo que antes era pura poesía, ahora no pasa de ser unos versos impostados. Ma ma es, pues, un quiero y no puedo. Se agradece la intención de Medem en hacer un elogio a la maternidad y a la fortaleza de las mujeres, pero en el cine hace falta algo más que tener buenas intenciones: hay que saber llevarlas a la práctica.
La película versa en torno a Magda (Penélope Cruz), una maestra en paro recién abandonada por su pareja a la que diagnostican cáncer de mama. La protagonista se enfrenta a esta situación con miedo, pero no tarda en apostar por la vía del optimismo para sobrellevar la enfermedad. En esta dura travesía, en la que escoge sacar toda la vida que lleva dentro, Magda estará acompañada de dos hombres: Arturo (Luis Tosar) y su ginecólogo (Asier Etxeandía). A cualquiera que se le cuente el argumento del octavo largometraje de Medem lo primero que pensaría es que va a encontrarse con el típico drama lacrimógeno tras el que te entran ganas de cortarte las venas. Nada más lejos de la realidad. Y no porque ma ma sea una película de todo menos típica, que también, sino porque su director rechaza encararse por las vías del melodrama más convencional y opta por transformar su trabajo en un canto a la vida, lleno de luz y esperanza. La primera mitad de la película es altamente prometedora: la presentación de los personajes es original, los hechos se exponen de forma clara y concisa y los actores no pueden estar mejor. El problema es que a partir de su segunda mitad, a raíz del embarazo de la protagonista, todo se va al traste.
Es una pena que lo que empezó con tan buen pie se vaya desinflando de forma tan dolorosa. Da la sensación que, a partir de un determinado momento, Medem pierde el control sobre su película, atesorando momentos que caen directamente en el ridículo -la escena final, absolutamente innecesaria, se lleva la palma- y un falso lirismo que no le beneficia en absoluto. La paranoia del pezón es directamente bochornosa, por no hablar del extraño vínculo que mantiene la protagonista con su ginecólogo, como si todas las enfermas de cáncer de mama tuviesen la suerte de irse a la playa con su médico o de disfrutar de ciertos privilegios frutos de esta unión, como pasarse las listas de espera por el forro. ¿Qué necesidad había de construir un vínculo personal tan poco creíble? Por no hablar del drama del propio médico con la adopción de una niña siberiana, un conflicto cogido con pinzas y en el que no se indaga lo más mínimo. La película se va desplomando conforme se va consumiendo, lastrada por innecesarias reiteraciones -por mucha carga metafórica que haya detrás, el plano de esa niña es un auténtico lastre- y por lograr una innegable e incómoda comicidad en momentos pretendidamente dramáticos.
¿Cuál es, pues, el verdadero punto de interés de ma ma? Aparte de la banda sonora del siempre magistral Alberto Iglesias y de la alegórica canción que el personaje de Etxeandia interpreta al final de la película, la película salva los muebles gracias a Penélope Cruz, también productora del film. Ella es el alma de un trabajo que, de no ser por su presencia, hubiera caído directamente en el precipicio. La absoluta entrega de la actriz, en el que es su regreso al cine español 6 años después de Los abrazos rotos (Pedro Almodóvar, 2009), es razón más que suficiente para disfrutar de esta oportunidad perdida. Cruz es la que en todo momento le insufla a la película esa chispa que la mantiene viva, apareciendo en casi todos los planos, como si de alguna manera la cinta la necesitase para que no se le vean sus hechuras. La escena de Magda mirándose al espejo, tragándose su dolor mientras respira y se dice a sí misma “Vamos“, condensa de forma inmejorable el espíritu de la obra. Lástima que esta portentosa y sublime creación de Penélope Cruz se vea obligada a nadar en aguas tan farragosas.