Revista Arte

Magnum mysterium Victoriae

Por Felipe Santos
Caravaggio. Natividad con San Francisco y San Lorenzo (1609)

Caravaggio. Natividad con San Francisco y San Lorenzo (1609)

Al salir a la calle apenas reparó en la oscuridad incipiente que se tendía sobre la calle de San Ginés. Podría haber salido por el lado contrario de la iglesia y haberse dirigido a la Plazuela de Selenque, que para entonces ya estaría iluminada con esa primera luz azulada del día mientras cruzaba en dirección a las Descalzas. Pero desde que le avisaron, aquél fue el primer camino que pensó. Sólo tenía que girar a la derecha y caminar recto hasta que la angosta calle se abriese a la plaza que tiene delante el monasterio. Cuando llegó, dejó caer el llamador de la puerta dos veces. Al poco, una religiosa entreabrió la puerta y, casi sin decir nada, le dejó pasar. La siguió por el zaguán y cruzaron el claustro hasta una entrada a su izquierda que daba a una escalera. La liviandad de sus peldaños le recordó a otras similares que había subido durante sus años de estudios en Roma. Cuando llegaron al primer rellano, giraron a la derecha y se dirigieron al candilón, una sala rodeada por los retratos familiares de doña Juana de Austria, la principal benefactora del monasterio. Allí, bajo un gigantesco candil que colgaba del techo, las hermanas velaban el cuerpo de un sacerdote que había fallecido unas horas antes.

Cuando volvió del monasterio, ya bien entrada la noche, tomó el segundo Libro de Difuntos y a la luz del minúscula vela que había sobre la mesa, escribió: “Tomé de Victoria clérigo organista de las Descalzas en la calle del Arenal en sus mismas casas murió oy sábado 27 de agosto de 1611; enterróse en las Descalzas, recibió los Santos Sacramentos administróselos el Doctor Ronquillo, hizo testamento ante el Juan del Castillo, escribano, testamentarios el licenciado Mirueña, que bibe en las dichas en la calle del Arenal y don Juan de Triviño, que vive en las dichas casas”. Cuatrocientos años más tarde, poco más sabemos a ciencia cierta de la vida de aquel sacerdote que terminó sus días como organista del monasterio de las Descalzas Reales, donde había llegado como capellán de la emperatriz, María de Austria, hermana de Felipe II, fallecida en 1603. Un puñado de documentos entre Ávila, Roma y Madrid permite alumbrar una biografía llena de hipótesis y conjeturas. No sabemos la fecha exacta de su nacimiento. Tampoco el año exacto en que se va a Roma y vuelve a Madrid. Desconocemos hasta cómo era físicamente. Apenas un minúsculo retrato circula por internet, donde a menudo se le confunde con Palestrina. Magnum mysterium.

A la interpretación sobre su vida ayudan las publicaciones de sus obras, que Victoria mimó y preparó con tanto cuidado cuando vivía. Constituyen el frágil esqueleto del que se parte para intentar documentar su existencia, pero son el alma, el eco sonoro de quien vio en la música la mejor forma de servir a Dios y a los hombres. “Ya desde el principio ―escribe en el Libro de Misas que dedica a Felipe II― me propuse no fijarme en el sólo deleite de los oídos y del ánimo, ni contentarme con este conocimiento: antes bien, mirando más allá me resolví a ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros… deseando que los frutos de mi ingenio alcanzasen mayor difusión, emprendí la tarea de poner en música, sobre todo aquella parte que a cada paso se celebra en la Iglesia Católica. Pues ¿a qué mejor fin debe servir la música sino a las sagradas alabanzas de aquel Dios inmortal de quien procede el ritmo y el compás, y cuyas obras están dispuestas en forma tan portentosa que ostentan cierta armonía y cánticos admirables?”. Este testimonio sonoro ha llegado hasta nuestros días, donde un público que no suele conocer la liturgia ni el latín termina subyugado por el poderoso magnetismo que despide esta música.

“Hay algo muy especial en la música de Victoria ―me dice Michael Noone, director de algunas de las mejores versiones de las obras del compositor ―. Yo no te puedo decir qué es. Uno puede acercarse a esta música de varias maneras. De una manera muy superficial, como mirar un cuadro del Greco. Pero si nos adentramos en las entrañas de su música, nos encontramos a alguien que ha vivido el canto llano, la liturgia y el texto”. La importancia de la palabra, que será un elemento característico de la nueva música que alumbra el Barroco, resulta esencial en la obra de Tomás Luis de Victoria. Noone recuerda un motete, O magnum mysterium, que fue escrito para conmemorar la circuncisión de Jesús. Dice así:

O magnum mysterium,
et admirabile sacramentum,
ut animalia viderent
Dominus natum,
jacentem in praesepio.
O beata Virgo,
cuius viscera meruerunt portare
Dominum Iesum Christum.
Alleluia, alleluia.

¡Oh gran misterio
y admirable sacramento,
que las criaturas vieran
al Señor nacido,
acostado en un pesebre.
Oh, bienaventurada Virgen,
cuyas entrañas merecieron llevar
a Jesucristo, el Señor.
Aleluya, aleluya.

Aquellas palabras tenían un doble significado para Victoria. Si se leen despacio anticipan gran parte del misterio pascual. “Para él era la primera vez que Cristo vertía su sangre en este mundo ―concluye Noone―. Casi es una premonición de su crucifixión. Victoria utiliza la misma música, cuatro compases, que la que utiliza en otro motete dedicado a la Adoración de la Cruz, en los oficios de Viernes Santo. Nos encontramos ante la alegría de un recién nacido que entra a formar parte de la comunidad judía y el momento amargo de presentir, a la vez, que ese niño morirá. El Aleluya que se canta no es nada celebrador, es muy contenido. Sin decir nada, lo dice con música. No solo interpreta el texto, sino que es su particular manera de fabricar imágenes a través del oído y la armonía de una manera muy sofisticada: alegría contenida, dolor ante la primera sangre de un recién nacido que terminará crucificado”.

En ocasiones se ha comparado a Victoria con la pintura del Greco. Es curioso ver cómo muchas grabaciones comerciales tienen como portada un cuadro de este pintor. Pero si prestamos atención a su música, como en el caso de O magnum mysterium, y no únicamente al periodo histórico de su vida, quizá esta comparación no sea tan apropiada. En la pintura del Greco, el espectador ya está inmerso en una atmósfera divina, irreal, que impregna cada rincón del cuadro. Da la impresión de que todos los personajes son conscientes de que están siendo pintados y posan sin ningún pudor. Todo esto sería así si la música de Victoria fuese esencialmente retórica, “manierista”. Pero no lo es. La adecuación de palabra y texto, junto a su ensamblaje armónico, pasa por ser un elemento distintivo, algo que hace a esta música distinta a cualquiera de su tiempo.

Ese instante de silencio y recogimiento, en el que vislumbramos el misterio oculto de las palabras con el fogonazo cegador de un relámpago, atraviesa la Natividad con San Francisco y San Lorenzo, pintado por Caravaggio un año antes de su muerte y dos antes de que falleciera Tomás Luis de Victoria. Todo gira en torno a un bebé inusitadamente real y cercano, que les mira en silencio, con esa franqueza descarnada con que suelen mirar los niños pequeños. Las dos figuras de la derecha están más distraídas. Con el rostro grave y pensativo, María contempla a su hijo, pero es como si los dos santos y la Virgen hubieran reparado de forma repentina en la trágica misión que le espera a aquel bebé. Dice el crítico de arte Andrew Graham-Dixon en Caravaggio, una vida sagrada y profana (Taurus, 2011) que los cuadros de este pintor están hechos “de oscuridad y de luz”. Sus imágenes “detienen el tiempo, pero también parecen estar suspendidas al borde de su propia desaparición (…) Contemplar estas pinturas es como mirar un mundo iluminado por relámpago”.

La cercanía con el naturalismo y la sencillez de esta escena, con el significado oculto y silencioso que late detrás de este cuadro, tiene mucho que ver con la inclinación de Tomás Luis de Victoria por los textos del Cantar de los Cantares, que va a utilizar en muchas de sus obras. Estas palabras, que se aproximan más a lo pagano que a lo religioso, sirven de vínculo entre lo humano y lo divino. Sin lo terrenal no puede entenderse lo trascendente. Una idea que ya bosquejó la santa de Ávila, Teresa de Jesús, cuando escribió las meditaciones sobre un libro, a su juicio, incomprendido. Para ella, las palabras de esos versos “dícelas el amor; y como no le tienen, bien pueden leer los Cantares cada día y no se ejercitar en ellas”. Victoria comparte con los místicos castellanos esta exégesis de los textos que funde la experiencia vital con la espiritual, hasta el punto de trasladarla a sus partituras, no solo para quien escucha sino también para quien interpreta. En el caso de las lamentaciones incluidas en los oficios de Semana Santa, por ejemplo, el director Harry Chistophers, otro de sus grandes intérpretes, contó en un programa de la BBC que “lo que le singulariza de todos los compositores que han abordado este tipo de música litúrgica es que llega hasta el fondo de los textos. Son interpretaciones muy personales. Son arreglos muy sostenidos, increíblemente difíciles de cantar porque se necesita un control absoluto. Cuando los cantas, es como si debieras tener la impresión de estar de rodillas y sentirte incómodo”.

En la noche del 17 al 18 de octubre de 1969, varios hombres entraron en el Oratorio de San Lorenzo de Palermo, descolgaron del altar el cuadro de la Natividad con San Francisco y San Lorenzo y se lo llevaron. Cruzarían el pequeño patio de naranjos que lleva a la puerta de entrada y allí huirían por la angosta y desierta calle de la Immacolatella, amparados por las sombras. Más tarde se supo que aquel robo tenía que ver con la mafia. Desde entonces, todo han sido conjeturas sobre el paradero final del cuadro. En 1996, un miembro arrepentido de una de las familias de Palermo declaró en un juicio que había participado en aquel robo y que, con bastante descuido y precipitación, lo habían quitado del marco con una hoja de afeitar para llevárselo. Se dieron cuenta que era invendible cuando un comprador, al ver el lienzo cortado así, se echó a llorar. Años más tarde, otro antiguo sicario declaró ante un tribunal que su jefe le había dicho en la cárcel que ese cuadro, en realidad, había sido pasto de las llamas. Al parecer, se guardaba en el cobertizo de una de las familias, pero los cerdos y las ratas se comieron una buena parte. Así que decidieron deshacerse de lo que quedaba. Pero otro capo detenido después desmintió que alguien de la mafia estuviera detrás del robo, sino que fueron dos ladronzuelos quienes lo hicieron por su cuenta. La mafia se habría limitado a recuperarlo y hay quien dice que el gigantesco cuadro de Caravaggio preside hoy todavía la estancia donde se reúnen las familias de Palermo como símbolo de su poder. Cuarenta y tres años después, sigue desaparecido. Magnum mysterium.

Los guías de Patrimonio Nacional que acompañan a los visitantes en los recorridos por el monasterio de las Descalzas Reales no mencionan que entre aquellos muros vivió sus últimos años Tomás Luis de Victoria y se escribió parte de la mejor música del final del Renacimiento. No hay una tumba donde dejar unas flores; solo se sabe que su cuerpo yace en algún lugar del claustro de Capellanes o de la iglesia. No sabemos qué edad tendría cuando murió ni qué hizo durante sus años de Roma además de componer: qué leyó, qué visitó, a qué otros artistas de la época conoció, que le inspiró o le llevó a hacerse sacerdote en la Ciudad Eterna. Y tampoco es posible hoy encontrar un órgano del siglo XVI que pueda evocar la sonoridad de sus obras. Los más antiguos que se conservan son del siglo XVIII. Las obras que se interpretaban en los años sesenta se encuentran a años luz de las que se escuchan hoy en iglesias y auditorios. Aquél era un Victoria descolocado, fuera de sitio, con coros muy numerosos e instrumentos modernos, pero que conquistó a toda una generación de músicos y compositores.

Congratulamini mihi omnes,
qui diligitis Dominum,
quia cum essem parvula,
placui altissimo:
et de meis visceribus
genui Deum et hominem.
Alleluia.

Congratulaos conmigo todos
los que amáis al Señor,
porque ya desde pequeña
complací al Altísimo
y de mis entrañas
nació el Dios y Hombre.
Aleluya.

La búsqueda de Tomás Luis de Victoria siempre termina aquí, en esa misteriosa capacidad por conmover al público de diferentes siglos, como ocurre en este singular motete de 1572 que se escribió para los responsorios de maitines que se cantan en la fiesta de la Natividad de la Virgen. Un comienzo de extrema sencillez va adquiriendo entidad hasta estallar en un aleluya final. Quien escucha se identifica con el sujeto del motete y no puede reprimir una dicha íntima que se abre al mundo desde el amanecer del nuevo día: el magnum mysterium de una belleza inefable.

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Playlist de Spotify para este artículo

Selección de grabaciones de Tomás Luis de Victoria:

Sacred Works
Ensemble Plus Ultra
Michael Noone
Archiv Produktion, 2011. 10 CD.

Requiem 1605
The Sixteen
Harry Christophers
Coro, 2005. SACD-CD Hybrid.

Officium Hebdomadæ Sanctæ
La Colombina – Schola Antiqua
Josep Cabré – Juan Carlos Asensio
Glossa, 2005. 3 CD.

Biografía, textos y estudios: Centro de Estudios Virtual Tomás Luis de Victoria

Foto: The Yorck Project


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