Revista Vino
En Ardèche (Francia), donde hoy sigue haciéndose excelente vino, se encontró un fósil de hoja de vid del plioceno (5,3 millones de años...). No era uinifera (era preuinifera Saportensis), pero ahí estaba la vid salvaje de la que, tras las glaciaciones, se desarrollaría la trepadora. Con sus frutos seguimos sintiendo hoy a qué saben la tierra, sus colores y sabores. La sierra de las Alberas (Alt Empordà, DO Empordà) es una tierra de tránsito natural norte-sur, y de población, por lo menos desde el Neolítico medio (3500 años a.C.). Lo es porque, en esa zona, los Pirineos son más accesibles y amables que en cualquier otra de la cordillera: allí es donde se relajan, se abandonan y se dejan acariciar por los aires y los colores del mar cercano. Por esos montes, valles y ríos, siempre ha viajado gente. Otros se han establecido y han sembrado, cultivado, recolectado, pastoreado. Fijaos en los árboles que hay al fondo a la derecha del viñedo que protagoniza este post: en esa mínima elevación de arenisca y pizarra desmoronada se encuentra una tumba. No es anónima porque alguien escribió el nombre de quien reposa en ella hace más de 1200 años...pero lo hizo sobre el mismo tipo de piedra que hoy, de manera pobre y discreta, elegante, alimenta las cepas de las que nace Masia Carreras blanco.
Escribir sobre arenisca para honrar a un muerto tiene un problema: la letra se borra con los siglos, la lluvia y la vida tras la muerte, casi siempre a la intemperie. Tiene ventajas también. Quienes ahora viven del lugar saben que están en un buen sitio. Aunque quizá "sólo" (como si fuera poco...) sean conscientes de esa bondad desde el siglo XIV (unos 600 años después de la sepultura), Masia Carreras y los Fabra saben bien dónde están y cuál es la tradición que hay que respetar. La que habla de la más vieja Europa dedicada al cultivo de la vid (de Ardèche a Cádiz) y a la elaboración de vino. La que planta y respeta las cepas viejas y las cuida con atención benedictina. La que entiende qué necesita ese suelo pobre y qué puede dar en una botella el cupaje que nace de un viñedo de más de 70 años. La que es sensible a las variedadades que mejor se han adaptado a esa tierra, vinieran de donde vinieran: cariñena blanca y tinta, garnacha blanca y gris, picapoll blanco. Nada que se desviara mucho de ese camino (norte a suroeste) de tránsitos comerciales y religiosos tan bien dibujado por los milenios.
Esta familia, este viñedo, este vino me emocionan porque sintetizan como pocos la historia de una tierra y la tradición plurisecular de un campo, unos cuerpos y unos espíritus que han encontrado en las cepas y el vino su razón de ser y sus raíces. Y todo en una copa, en una botella, en un vino (14%) que hay que comprar y beber ahora, por supuesto. Pero porque se agota en un suspiro...Comprad y bebed pero guardad un poco. Este es uno de los grandes blancos del país y la botella no hará otra cosa que hacerle crecer. Tiene una acidez espectacular. Me imagino un cesto de mimbre con hierbas recogidas justo cuando la primavera revienta, algo ya secas cuando las huelo: hierba luisa, retama y lavanda. Tomillo y laurel. Frescura y granito. Textura de la madera todavía en el vino: es un vino tierno. Intensidad y seriedad. Profundidad y matices. Miel de azahar. Polinización: las abejas zumban y el campo explota. Después, paz y reposo. Viento y perfiles discretos. Un punto de salinidad. Complejidad. La tramontana se entabla y ofrece el perfil único de esta tierra: transparencia y luz. Texturas de viento y sol, aromas de historia. Vale lo que vale (sin duda, muy poco para lo que da: sobre los 15€), pero este vino, por todo lo que representa, no tiene precio.