¿Para qué sirve la meditación? Mejora la salud, la calidad del sueño, alivia la ansiedad, aumenta la concentración…Los beneficios de esta práctica son numerosos, a cambio de un único inconveniente: nuestra incapacidad, cada vez más creciente, para desconectar.
Aun no siendo conscientes de ello, todos hemos rozado estados meditativos en alguna que otra ocasión. Son esos raros momentos de paz, de conexión interior, en los que no hacemos absolutamente nada y que por lo general, nos pillan con la guardia baja porque estamos demasiado cansados para intentar hacer cualquier otra cosa que no sea flotar indolentemente en esta extraña sensación de existente inexistencia.
Si recordamos estos instantes, los asociamos inmediatamente a una sensación agradable, de bienestar, de un estado carente de ansiedad y de preocupación. Encuentros fugaces con el presente en plenitud, que se diluyen tan suavemente como se han iniciado y que parecemos no ser capaces de predecir o suscitar.
Se habla largo y tendido de la meditación, pero en general, tenemos una percepción más bien negativa sobre ello: por un lado, no parecen claras sus ventajas y por otro, a primera vista, el plan de dejar el móvil, el ordenador, la televisión, el frenesí laboral, el cigarrillo, la cerveza o los videojuegos por un ratito y ponerse a no hacer absolutamente nada, se antoja una cosa entre imposible y bastante coñazo.
¿Merece la pena el sacrificio para alcanzar quien sabe qué improbable cosa que no se sabe muy bien qué es?
La respuesta es contundente: sí.
La meditación no es una especie de gran remedio espectacular que te vaya a arreglar la vida. Se trata de un arte que requiere dos de las cualidades más infrecuentes en nuestro tiempo: paciencia y constancia. Dado que la paciencia y la constancia son esenciales para muchos aspectos de la vida, -incluyendo mantener relaciones sanas con otras personas- aprenderlas y practicarlas es un aliciente muy interesante, además de ayudarnos a cambiar hábitos mentales arraigados que nos resultan tóxicos.
Mientras meditamos, dejamos atrás todo aquello que rechazamos de nosotros mismos, con toda la carga de angustia, estrés, compulsión, miedo y dolor que llevamos encima como una mochila cargada de piedras.
Ahora llega la parte divertida: meditar no cuesta un enorme esfuerzo, lo cual, paradójicamente sería más sencillo, porque nos cuestan menos los extremos, que los términos medios. Quizás porque los extremos no requieren disciplina, concentración o autoconocimiento.
¿Cómo empezar? Vamos a ello:
1- Prepárate un altar: así, como lo oyes. Usa una balda de estantería, una mesita, una silla, el suelo, lo que tengas a mano. No hace falta montarse un tinglado budista: pueden ser unas velas, unas flores, un objeto que tengamos que nos parezca bonito, unas piedras…algo que nos ayude a tomar un foco concreto con el fin de no distraernos de las otras cosas que tengamos a nuestro alrededor.
2- Busca un momento de tranquilidad: aunque podemos meditar en cualquier momento -incluso en la cola del autobús – para empezar, conviene practicar en un ambiente sin ruidos molestos, gente pululando o constantes interrupciones. Recomendable apagar el móvil, la televisión y otros tipos de dispositivos electrónicos de los que solamos estar pendientes. La música también puede ser una buena ayuda para ponerte en situación. ¿No se te ocurre nada? Unas sugerencias: Ludovico Eunaudi, Jordi Savall, Dead Can Dance, Loreena McKennitt, Arvo Pärt, Wim Mertens, Marconi Union…
3- Practica la respiración: muchas veces cargamos con tanta prisa, tanta ansiedad y tanto estrés, que sin darnos cuenta, nos acostumbramos a respirar como un pez que boquea fuera del agua, de forma entrecortada y nerviosa -lo cual nos causa aún más ansiedad. Vamos a ejercitar exactamente lo contrario: inspira profundamente y expira…como si dieses un suspiro largo y sentido.
4- Deja pasar los pensamientos: vendrán a montones y sobre todo, si estás en un momento difícil de tu vida.No luches contra ellos, pero no te detengas en ninguno. Hay dos trucos para ayudarse: fijar la vista en el foco (el altar del primer punto) y repetir una misma frase o sílaba de forma tranquila y constante. Puedes utilizar el “Om” de toda la vida o puedes hallar tu propia fórmula. Yo, por ejemplo, suelo utilizar la frase: “Yo estoy”, que me ubica en el presente cuando mi mente empieza a ir a por uvas.
5- Desciende: a medida que van pasando a segundo plano los pensamientos, la sensación habitual es de incomodidad: no estamos acostumbrados a no hacer nada y esto incluye, a no pensar. Bajo los pensamientos, existen otros niveles más profundos en los que no estarás acostumbrado/a a transitar. Permite que se desvelen poco a poco. Muchas personas sienten en este momento ganas de llorar, o más ansiedad, o miedo. Otras personas experimentan paz o la sensación de flotar en una especie de lugar ingrávido. También es posible que no sientas absolutamente nada.
6- ¿Cómo saber si lo he conseguido?: si tienes dudas de si lo has hecho, seguramente todavía no lo hayas experimentado o lo hayas experimentado en una pequeña parte. No importa: normalmente meditar requiere un poco de práctica y cuanto más aumente nuestra capacidad de enfocarnos y concretarnos, más sencillo nos resultará.
Poco a poco, a medida que vayas consiguiendo acceder al estado meditativo con mayor facilidad, te encontrarás miles de oportunidades para practicarlo sin necesidad de mayor parafernalia.
Durante una ducha caliente, caminando por la calle, esperando a una persona, en el metro, en un rato puntual durante una reunión de amigos, incluso en una pausa en el trabajo, redescubriremos esta capaciad de abrir una brecha en la acelerada realidad diaria para encontrar un refugio de paz.