Revista Cultura y Ocio
Levanto el lápiz sobre la hoja y… no, mentira, levanto mis dedos sobre el teclado y comienzo a escribir una historia que no viví, aunque tampoco estoy seguro de no haberla vivido, como sea, la mayoría creerá que “yo” soy yo y nada de lo que diga para aclarar lo contrario importará: siempre es igual.
El vecino que vive del otro lado de la calle se pasa los días espiando la vida de los demás a través de la ventana. Creo que se trata de un hombre viejo y enfermo, o de una alimaña perversa que horada la intimidad de sus víctimas, no me imagino otro motivo para que esté todo el tiempo así: acechando a la gente tras las cortinas. Minutos, horas, días en los que su pulso late al ritmo de la persona elegida. De vez en cuando, se ausenta un momento para prepararse un café, pero enseguida vuelve a su puesto de observación en el quicio del ojo de su casa, desde allí lo analiza todo con la dedicación de un entomólogo decimonónico. Sin embargo ya me di cuenta de que los hechos no le son indiferentes, a veces bosqueja una media sonrisa cuando algún niño hace una travesura o baja la cabeza cuando ve pasar a una joven bonita. Pero muy pronto se reconcentra y vuelve a su vigilia. Me llama la atención que todas las tardes reciba una llamada, si bien yo sólo pueda intuir la campanilla de ese teléfono que suena una, dos, tres veces, no más, entonces atiende -con la mirada siempre sujeta al vidrio- y se queda un largo rato escuchando al que está en el otro extremo de la línea, aunque nunca habla. Posiblemente sea un familiar que intenta consolarlo o una mujer que le dice que todavía lo ama. Sí, me haría mucha ilusión saber que una mujer lo ama, pues me resultaría menos devastador ver cómo transcurren los días, él allí, acechando desde su ventana; y yo aquí, escribiendo lo que hago, desde la mía.