Revista Cine
La primera decepción del festival llegó con El Velador (México-EU, 2011), tercer largometraje documental -primero fallido- de la cineasta de orígenes sinaloenses/sonorenses Natalia Almada. El problema es que, en busca de no caer en los convencionalismos -que los testimonios, que las cabezas parlantes, que la voz en off explicativa- Almada escamotea toda información necesaria para aprehender el fenómeno que está retratando. La cámara de la propia cineasta se instala en el celebérrimo -por lo menos para los sinaloenses, como quien esto escribe- panteón Jardines del Humaya, en donde sus deudos suelen enterrar a los "buchones" más famosos del condado y a sus muchos achichincles -claro que ahí también hay gente decente sepultada, por supuesto, pero eso a quién le interesa. Durante los 72 minutos de duración del documental vemos a familiares rendir tributo a sus caídos, a una joven mujer que afanosamente limpia y limpia la tumba de alguien, los grandes retratos de los fallecidos que adornan esos enormes mausoleos -uno supone que más amplios que las casas en las que viven las decenas de albañiles que trabajan de sol a sol levantando tumbas un día sí y otro también- y seguimos los trabajos del velador del título, un hombrón de edad madura y pocas palabras que se entera del mundo exterior -por ejemplo, la muerte del "jefe de jefes" Arturo Beltrán Leyva- a través de una pequeña televisión que apenas recibe la señal del canal 3 de Culiacán. No es que el tipo no sea interesante; el problema es que Almada no lo hace interesante. Para quien conozca ese fenómenos de cerca, el asunto resultará redundante y aburrido; para quien no sepa nada de Jardines del Humaya y la narcocultura funeral que ahí se enseñorea, solamente aburrido... e inexplicable. Entiendo que los documentalistas quieren reinventar diferentes formas de acercarse a sus temas, pero en el camino terminan matando el interés del espectador. Hay dos momentos, sin embargo, en los que Almada reaparece como la buena cineasta que ha demostrado ser antes: la escena en la que un grupo de albañiles trabajan concentradamente en el colado de unas tumbas mientras, al fondo, escuchamos los llantos de una madre que se duele de su hijo recién fallecido. Y la irónica cereza del paste: la joven mujer que hemos visto varias veces limpiar la lujosa tumba de alguien (¿quién será?, ¿una criada?), termina subiéndose a un lujoso Audi del año.El mismo vicio escamoteador tiene Canícula (México, 2011), documental de José Álvarez Fernández. Como en su anterior filme, Flores en el Desierto (2009 -visto en su momento en Guadalajara-, he aquí la cámara siguiendo la vida cotidiana de un grupo de habitantes de alguna población de Veracruz que trabajan el barro, bailan el danzon, trabajan la tierra y así... Las imágenes son preciosas pero nuevamente los testimonios son escasos, no hay un hilo conductor claro y no hay personajes a los cuales asirse como espectador. No terminé de verla -mi primera huída de Morelia 2011 y espero que la última- pero tal vez esto se deba a que cumplí mi cuota anual de slow-cinema desde hace rato.En contraste, nada lenta es Pastorela (México, 2011), segundo largometraje de Emilio Portes (Conozca la Cabeza de Juan Pérez) presentado fuera de concurso. De hecho, el problema aquí es la hiperactividad de la historia, pues al final, esta relajienta comedia se sale de madre. Menos mal que cierra con un número musical ejecutado por Joaquín Cossío -¡sí, canta!- que, por lo menos, sacude la modorra que provoca la falta de disciplina de su última parte.La película se estrena el próximo noviembre y habrá oportunidad de escribir de ella con mayor extensión. Basta señalar algunos puntos a su favor: Carlos Cobos está finalmente bien usado en su papel de nuevo párroco de un tradicionalista pueblito mexicano, Cossío ofrece otra carismática interpretación y los diálogos y las situaciones son consistentemente entretenidas durante la primera hora. Luego, ya mencioné, la trama empieza a caer en excesivas gratuidades y, al final, el relajo es el que domina. Con todo, aguanta el palomazo y puede tener una buena oportunidad en la taquilla -aunque, ¿por qué estrenarla el 11 de noviembre?, ¿no estaría mejor cerca de Navidad?La Piel que Habito (España, 2001), el más reciente largometraje de Pedro Almodóvar, es otra cinta que está a punto de estrenarse comercialmente. No tiene caso abundar mucho en ella; baste decir que, aunque ni de lejos es de lo mejor del cineasta manchego, tampoco es el desastre que muchos decían que era. Dispareja claro que es, pero tiene algunas imágenes y secuencias notables. Como suele suceder hasta con lo peor que ha hecho Almodóvar -y La Piel que Habito no es lo peor. La historia de un cirujano plástico (Antonio Banderas) que tiene prisionera a una mujer (pequeñita, preciosa, Elena Anaya) para experimentar con ella ciertos transplantes de piel, es tan retorcida que no me imagino a otro cineasta con la capacidad de levantar esta trama que, además, no es original, pues está basada en una novela de Thierry Jonquet. Con guiños a Franju y al Hitchcock de Vértigo (1958), La Piel que Habito merece una oportunidad. De hecho, quisiera verla de nuevo, aunque no creo poder hacerlo en Morelia.Y ya me voy a ver la de Ripstein.