Revista Cine
Una Cuestión de Tiempo (About Time, GB, 2013), tercer largometraje como director del exitoso guionista Richard Curtis (responsable de los guiones de Cuatro Bodas y un Funeral/Newell/1994, Un Lugar Llamado Notting Hill/Michell/1999, las cintas de Bridget Jones; director/guionista de Realmente Amor/2003) es una irresistible -por lo menos para mí- cursilada. Supongo que califica como placer culpable del año, pero qué remedio. El día que Tim (Domhnall Gleeson) cumple 21 años, su extrovertido y alegre papá (Bill Nighy), le dice un secreto: todos los hombres de la familia, por alguna razón, tienen la habilidad de viajar hacia el pasado. O para ser más específicos, a viajar a momentos pasados de la propia vida. No hay mucho truco: solo hay que meterse a un lugar oscuro, cerrar los ojos, apretar los puños, pensar en ese momento que se quiere volver a vivir y ya está. Por supuesto, esta habilidad le sirve a Tim para tratarse de encamar con la despampanante muchacha (Margot Robbie) de visita en el verano, para que la obra de teatro de cierto dramaturgo misántropo (Tom Hollander) no fracase, para tratar de cambiarle la vida a su desafortunada hermana (Lydia Wilson) y, claro está, para conquistar a la mujer de sus sueños, la americana Mary (Rachel McAdams). Tim descubrirá de inmediato que eso de viajar al pasado es fácil; lo difícil es que aún así, uno pueda lograr todo lo que quiere. La cinta, inevitablemente, nos remite a la obra maestra del cine hollywoodense de los 90 Hechizo del Tiempo (Ramis, 1993), solo que en un tono más blando y mucho menos oscuro. De todas formas, la película atrapa -insisto: por lo menos a mí- por la habilidosa mezcla de humor y melodrama, por el encanto de la versátil señorita McAdams, por el siempre infalible Bill Nighy y por la presencia del joven Gleeson en su primer papel protagónico, quien logra transmitir carisma, inteligencia y vulnerabilidad al mismo tiempo. Una estimada y estimable colega me advirtió que Los Años de Fierro (México, 2013), documental mexicano en competencia, era una especie de Mi Vida Dentro (Gajá, 2007) solo que en versión masculina. Sin duda,hay algo de ello en el segundo largometraje de Santiago Esteinou aunque esta afirmación no es un defecto sino, de hecho, un elogio. Estamos en la cárcel texana de Hunstville, en la que el fornido cincuentón César Fierro, condenado a muerte por el asesinato de un taxista, espera su ejecución desde hace más de 30 años. Los realizadores sugieren que, acaso, Fierro es inocente. De lo que no hay duda, eso sí, es de las flagrantes violaciones a los procedimientos legales, que debieran haber invalidado el juicio original de 1979, tal como lo sugirió un juez e distrito. Sin embargo, los jueces federales dijeron otra cosa y la Suprema Corte no quiso tocar el tema. Si la cinta se queda en la memoria, no es tanto por la denuncia judicial en sí -aunque claro que la denuncia es pertinente- sino por la emotiva crónica del amor fraternal entre César y Sergio, su expansivo hermano menor, quien vive en las calles de Ciudad Juárez después de haber dejado su "carrera" de ladrón consumado. El corazón de la cinta está, de hecho, en esas largas conversaciones del cineasta con los dos hermanos que hace décadas que no se ven. Ida (Polonia-Dinamarca, 2013), el más reciente largometraje de Pawel Pawlikowski, no estaba en mi agenda festivalera. Sin embargo, un cambio de planes de último minuto hizo que me metiera al cine, sin saber nada de la cinta, a no ser que acaba de ganar el premio a la Mejor Película en Londres 2013. El cambio de planes fue providencial porque, seguramente, de otra forma no podría haber visto este espléndido filme. En elegante blanco y negro y en el anacrónico formato académico 4:3 (la cámara es de Lukasz Zal), he aquí que en la Polonia de inicios de los 60, la huérfana novicia Anna (Agata Trzebuchowska) es obligada a pasar unos días con una tía que no conoce, antes de tomar los votos para convertirse en monja. La tía de marras se llama Wanda Gruz (Agata Kulesza, inolvidable en Róza/Smarzowski/2011), una implacable jueza, alcohólica, fumadora y con el sarcasmo a flor de piel. Sin decir agua va, Wanda le informa a su sobrina -a la que nunca había querido conocer- que es judía, que su nombre verdadero es Ida Lebenstein y que sus papás -Wanda es hermana de Roza, la madre de la futura monja- fueron ejecutados durante la Segunda Guerra Mundial. Después de soltarle toda la sopa, Wanda le propone a Anna/Ida ir al pueblo en donde vivían los Lebenstein para que la muchacha sepa algo más de esa familia que no recuerda. Durante la primera hora, Ida es una ágil y divertida road-movie, centrada en las personalidades encontradas de la guapa pero feroz tía burócrata, y la serena y bella sobrina casi monja. En la última media hora, cuando se ha descubierto las razones de la dura personalidad de Wanda, parece que la película perderá el rumbo, pero no sucede así. Al final de cuentas, la muchacha tendrá que decidir si quiere vivir como esa Ida que no pudo ser o como esa Anna que es ahora. La cinta tiene un desenlace discutible, arriesgado, pero justo. El domingo lo terminé con el remake gringo de la cinta mexicana de caníbales Somos lo que Hay (We Are What We Are, EU, 2013), dirigido por Jim Mickle (Tierra de Vampiros, 2010). La historia original de Jorge Michel Grau es trasladada a algún lugar de la América profunda, en un pueblito asolado por el mal tiempo y las inundaciones. En el bosque viven los Parker, una familia solitaria -papá, mamá, dos hijas, un niño pequeño- que cada año cumple con un rito ancestral de canibalismo. Si en la cinta mexicana inicia con la muerte del patriarca, aquí vemos la muerte accidental de la mamá, lo que provoca que la hija mayor, Iris (Ambyr Childers), sea la responsable de seguir la tradición, pues entre los Parker la encargada de dirigir el "sacrificio" de cada año es la mujer de mayor edad. La cinta está beneficiada por el retrato que hace del fanatismo religioso en el que descansa todo el asunto del canibalismo, el reparto es muy competente y Mickle logra algunos momentos verdaderamente asquerosos lo que, tratándose del género, es un elogio. Hacia el final tengo la sensación que a Mickle y a su coguionista Nick Damici se le van las cabras al monte, pero esto no echa a perder por completo una satisfactoria película de horror.