Revista Cine

Mujer Maravilla

Publicado el 08 junio 2017 por Diezmartinez
Mujer MaravillaHay un momento clave, hacia la segunda parte de Mujer Maravilla (Wonder Woman, EU, 2017), apenas segundo largometraje de la habitual directora televisiva Patty Jenkins (lejana opera prima Monster: Asesina en serie/2004), en la que la Princesa Diana de Temiscira (todavía no “Mujer Maravilla”, porque nadie la llama así) emerge de una trinchera británica para desafiar las balas alemanas en el frente bélico de la Gran Guerra, en 1918.La mujer, plantosa como ella sola, camina lentamente hacia las balas, luego corre entre ellas, después salta, se protege de los obuses con su escudo, desvía el plomo con sus brazaletes y, con ese impresionante arrojo, inspira a las temerosas fuerzas de la infantería británica que salen, atochadas, echando bala detrás de esa diosa –o semidiosa… o, bueno, su nombre es Gal Gadot, mide 1.78 metros y se ve muy bien vestida como Mujer Maravilla.Esa escena, la auténtica presentación de la Mujer Maravilla en cine –por más que ya hubo un cameo de ella en la vilipendiada Batman vs. Superman (Snyder, 2016)-, representa el ideal heroico del personaje creado en 1941 por William Mourton Marston para DC Cómics: una súper-heroína noble, desinteresada y dispuesta al sacrificio por una humanidad que, las más de las veces, no la merece.Dispuesta a salir de la mítica isla de Temiscira para derrotar al maléfico dios de la guerra, Ares, la amazona Diana acompaña al espía gringo Steve Trevor (Chris Pine impecable) a Londres, en donde, apoyados por un parlamentario inglés (David Thewlis, siempre bienvenido), buscan detener la liberación de un letal gas venenoso en el frente europeo en los últimos meses de la Gran Guerra. Así pues, Steve y su secretaria Diana Prince –personalidad secreta, lentes incluidos, de la Mujer Maravilla-, acompañados por un trío de heroicos mercenarios (Saïd Taghmaoui, Ewen Bremner y Eugene Brave Rock), tratarán de detener al malvado general alemán Ludendorff (Danny Huston) y a su psicópata científica de cabecera (Elena Anaya), aunque tras ellos se encuentra, por supuesto, el villano primigenio: el susodicho Ares, que tiene algún asunto pendiente que arreglar con Diana.Como sucedió con la cinta-presentación del héroe paralelo marvelianoThor (Brannagh, 2011), la parte más divertida de la cinta es cuando vemos a Diana cual pez fuera del agua en nuestra sociedad, en concreto en ese Londres machista de 1918: la diosa no sabe cómo encajar en ese sitio “tan feo”, no entiende cómo las mujeres pueden salir vestidas con tanta ropa a la calle, reclama airada cuando ve que los políticos/militares de esa época (y de cualquiera) son una runfla de inútiles y se detiene a felicitar encarecidamente a un nevero por hacer una nieve tan sabrosa.El problema es que una película como esta tiene poco espacio para la creatividad pues, inevitablemente, tiene que cumplir con una especie de lista de cotejo súper-heroica al estilo DC Cómics, a saber, choros nolanianos interminables (especialmente, del villano, quien parece querer matar a Diana no con sus poderes sino con su verbo), uso indiscriminado del ralentí zacksneyderiano que mata el sentido de toda buena coreografía de acción y, last but not least, el típico enfrentamiento final entre el villano y la heroína (o, en este caso, entre el Dios malo y la Diosa buenota) en el que se destruye todo alrededor, incluyendo cualquier sentido de emoción o sorpresa.Al final de cuentas, si el balance termina siendo más positivo que negativo, esto se debe a las escenas londinenses ya descritas, al buen rapport romántico de Gadot y Pine, al sólido reparto secundario –por más que Elena Anaya esté criminalmente desperdiciada- y a una idea dramática no del todo desechable contenida en el guion de Allan Heinberg.Me refiero a que el arco dramático de Diana de Temiscira no se cierra cuando ella decide convertirse en nuestra valiente defensora, sino cuando aprende a aceptar lo que somos: seres falibles que podemos ser capaces de la mayor generosidad o de la mayor vileza. No se trata de merecerla a ella: se trata de merecer la humanidad que representamos. 

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