Revista Cine

Muñeco diabólico

Publicado el 05 julio 2019 por Pablito

Soy de los que piensa que siempre que se pone en marcha un remake éste siempre tiene que estar justificado, de alguna u otra forma. Son tal la cantidad de remakes innecesarios y absurdos en la historia del cine, que lo mínimo que le pido a cualquier director que se disponga a rodar una nueva adaptación de una película clásica -o no tan clásica- es que aporte algo original, algo novedoso, algo que, en definitiva, justifique la puesta en marcha de ese nuevo proyecto. Y esto es justo lo que consigue el director noruego Lars Klevberg con Muñeco diabólico (2019), reboot del clásico de culto homónimo que dirigió Tom Holland en 1988 y con el que conquistó la taquilla mundial. 30 años y 6 secuelas después -con unas dos últimas entregas que reinventaban completamente la saga-, ve la luz un remake cuya mayor virtud es ofrecer una mirada completamente diferente que la de su predecesor, pero manteniendo en todo momento esa esencia, esa atmósfera y ese universo propio tan característico de la franquicia. 

Muñeco diabólico

La película, la primera de la saga en la que Mancini no está detrás del guión, arranca cuando una madre le regala a su hijo el famoso muñeco Buddi por su cumpleaños para que no se sienta solo, pero un fallo técnico desencadenará la tragedia. Uno de los grandes aciertos de la nueva película de los productores de It es que su personaje principal -el muñeco- es complemente tecnológico. Buddi ya no se basa en ninguna fuerza maligna interior para desatar el horror, sino que es la conectividad y su inteligencia artificial lo que le lleva a cometer todo tipo de crímenes. Este hecho supone toda una -arriesgada, valiente- ruptura narrativa total con sus predecesoras, puesto que es la primera vez que el muñeco no mata por gusto, sino movido por la tecnología. Este punto de vista completamente diferente, que para desgracia de los más puristas nos hace perder la personalidad del Chucky tal y como lo conocíamos hasta ahora, hace que ganemos a otro Chucky, fruto de esta narrativa nueva, de una premisa que ofrece un sinfín de posibilidades: ¿las máquinas enriquecen o destruyen al individuo?, ¿hasta qué punto somos esclavos de la tecnología?, ¿somos conscientes hasta qué punto estamos controlados?, y la más importante: ¿puede llegar el día en el que internet cobre inteligencia propia?. La cinta no pretende ser un documental que reflexione en profundidad acerca de estas cuestiones, pero sí nos obliga a plantearnos hasta qué punto somos dependientes de la tecnología, y cómo ésta está íntimamente ligada a la soledad, a la falta de libertad y a esa ola incesante de pérdida de humanidad en la que estamos inmersos y que, lejos de menguar, parece acrecentarse con los años.

Cierto es que todas las reflexiones anteriores se ofrecen bajo un manto de cine comercial puro y duro con la única pretensión de llegar al público generalista, pero la película, lejos de achantarse, se vanagloria de que así sea. Porque Muñeco diabólico es cine de puro disfrute y, al mismo tiempo, cine de culto. Cine que no se toma en serio nunca a sí mismo y que da a su público lo que demanda, siempre con un ojo puesto en la nostalgia -su combinación de humor negro y sangre nos remite al cine de terror de los 90-, en sus raíces. Pero Muñeco diabólico es mucho más: es una película entretenida, pérfidamente divertida, concisa, clara y directa. Y un auténtico festín de hemoglobina que los amantes del cine más salvaje agradecemos, sobre todo por las pocas veces que llegan a estrenarse títulos así en salas comerciales. De hecho, cuando la película mejor funciona es cuando se desmelena por completo, algo que ocurre en su segunda mitad. Es en este tramo, el más explícito, donde se incluye la mejor escena de todo el film: aquella que se desarrolla en el interior de una tienda de juguetes y en la que se fusionan, con trágicas consecuencias, una ácida crítica al consumismo actual con lo nocivo de la tecnología. Gloria bendita. 

Muñeco diabólico

Lo único que empaña en cierta medida la película es su bajo presupuesto -10 millones de dólares-, que la impiden brillar más en el apartado técnico y la obligan a una cierta contención en las escenas más salvajes. Aunque la película es una gozada y está muy bien hecha, uno no puede lamentar que sus responsables no hayan terminado de explotar también todas las posibilidades que existían a nivel argumental. Males menores, en todo caso, para un trabajo que si algo nos enseña por encima de todo es que en esta vida no te puedes fiar de nadie. Ni siquiera de un muñeco. 


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