Revista América Latina

Negocio de familia

Publicado el 17 septiembre 2015 por Ángel Santiesteban Prats @AngelSantiesteb

Amichi, como todos le dicen a Fabricio, es un italiano que vendió su casa y su taxi en Roma y recién se vino para La Habana –como los emigrantes de la primera mitad del siglo XX– a probar suerte. Buscó una vetusta estructura en la parte vieja de la ciudad que por casualidad –pensaron los vecinos– había pertenecido a un paisano de mucho éxito en el negocio de los burdeles, y que logró alcanzar fama en la ciudad por sus bellas mujeres y visitas distinguidas.

Amichi –con mucho recelo para que no lo estafaran, y vigilancia para que no le robaran los materiales de construcción– logró contratar una brigada que le ayudara a rescatar el esplendor que tuvo en tiempos de su coterráneo. Cambió algunas estructuras y ha logrado alquilar sus habitaciones, ahora convertidas en hermosas y confortables oficinas, a pequeños empresarios que, como él, se inician en los negocios y se afanan por hacerlos prósperos.

Cada mañana se detiene frente al lumínico que le anuncia como propietario: Contini S. A., y que –no por casualidad– coincide con el viejo nombre del edificio, y lo mira como una promesa cumplida. Los Contini fueron una familia unida y próspera hasta la segunda guerra mundial, cuando los bombardeos aliados dejaron a ras de tierra la estructura de la fábrica y en esquirlas y jirones las maquinarias, sumiéndolos en la total pobreza. En ese entonces, se acordaron del Contini que vivía en La Habana y que si nunca les había pedido dinero, era porque tenía el suficiente para subsistir y poder ayudar a su familia.

Imagen tomada de Internet.

Imagen tomada de Internet.

En un vapor llegaron los parientes sin avisarle, con tan solo una postal que ilegiblemente guardaba su dirección como vía de ubicación. Alquilaron un coche y una vez que se encontraron frente al burdel, el portero –que los vio bajar con maletas y ese olor rancio de hambre– fue a su encuentro para aclararles la confusión, intuyendo que quizá lo habían confundido con un hostal.

–Somos Contini –aclaró uno de los recién llegados mientras abría los brazos.

Solo tardaron varios minutos en comprender de qué se trataba el lugar, por lo que sorprendidos y avergonzados, decidieron correrse cincuenta metros más allá, a esperar a su propietario y pariente, al que ya habían logrado localizar.

El Contini de La Habana, que bien oculto les tenía de qué iba el negocio, les rentó una casa lo más lejos que pudo, aunque luego los movió hacia otras con más espacios o mejores zonas. Lo cierto es que de alguna manera, directa o indirecta, todos comenzaron algunas labores para el mejor funcionamiento del negocio.

Hubieran permanecido sus generaciones indefinidamente en La Habana, si el tal Fidel Castro no hubiera aparecido y prohibido oficialmente el juego y la prostitución, porque –a partir de entonces– el negocio pasó al clandestinaje. Y los Contini, sabiendo que todo futuro sería peor, se marcharon con algunos ahorros.

Amichi, mientras se detiene cada mañana a recrearse con el lumínico que lo anuncia, piensa que de alguna manera ha rescatado el patrimonio de su tío abuelo, y sueña que en un futuro cercano, pueda reabrir el negocio familiar.

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Ángel Santiesteban-Prats

Habana, septiembre de 2015


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