Revista Cultura y Ocio
Nada de lo que diga es cierto, querría aclararlo de antemano.No es cierto que esté caminando por una carretera solitaria en las afueras de Somerset, y que -cada cien metros- una luz estire mi sombra hacia adelante sobre el asfalto para que luego otra luz la atrape y la arrastre hacia atrás. No es exacto que hayan transcurrido más de veinte minutos sin que pase ningún vehículo. Tampoco es verdad que -la última vez- las cosas no hayan salido como yo lo esperaba, ni que esté perdiendo mi destreza. No es cierto que haya sido un Chrysler azul el que me levantó aquella madrugada, como tampoco es verdadero que el conductor se hubiera dado cuenta de lo que estaba sucediendo sólo cuando me vio sacar el cuchillo. Por supuesto que no es correcto que -al día siguiente- la policía haya encontrado el cuerpo dentro del auto en el arcén de la carretera 76, a pocos kilómetros de Pittsburgh. Es mentira que arda de deseo de sesgar otra vida. No es cierto que un camión se acaba de detener y que -desde la cabina- una voz me pregunte si quiero que me acerque hasta el próximo pueblo, pero más falso es afirmar que yo acepto. Es un engaño decir que yo me haya arrellanado en el asiento del acompañante y que esté contándole al chófer las mismas mentiras que a todos los demás. No es verdad que yo no supiera que las intenciones de él eran idénticas a las mías. Es mentira que se haya anticipado a mis movimientos y que me haya atravesado el cuello con un destornillador, tan falso como que yo ahora sea un cadáver sanguinolento arrojado en la maleza.Nada de esto es cierto, creer en la palabra de un muerto sería un total disparate.