Salí y miré y olí y así supe y volví a salir y olí nuevamente y entonces comencé a pensar.
Salí al pasillo y miré el número pintado sobre la puerta que -desproporcionado- me indicaba que vivía desde hacía un tiempo en la habitación 29 de un hotel barato del barrio de Montserrat. Olí el tufo a fritanga que llegaba desde la cocina colectiva y así supe que aún no eran las 10 de la noche. Salí a la calle para encontrarme con Maricel, la otra, asegurándome antes de que no quedara nada de ese olor tribal en mi ropa y entonces, mientras caminaba rumbo a su casa, comencé a pensar en los misterios del amor eterno.Hacía un año que estaba de novio con Gabriela, en ella había encontrado todo lo que me había faltado en otras mujeres, sin embargo, una tarde dejé que Maricel entrase en mi vida, porque me pareció que la mejor forma de convertir a Gabriela en mi amor eterno era dejándola por Maricel. No tenía la menor idea de lo que podría suceder después, pero qué demonios me importaba, sólo quería desaparecer con ella, construir una nueva vida cuyo objetivo principal fuera confirmar que mi amor por Gabriela había sido perfecto y eterno.
Cuando le conté a Maricel lo que había pensado camino a su casa, se le iluminó el rostro y se arrojó a mi cuello, llenándome de besos. Me dijo que yo era un loco, un loco hermoso, que le parecía una idea maravillosa, pues ella también... En fin, demoró muy poco en juntar sus pertenencias y abandonar a su novio para irse conmigo.Infatuados por el poder rotundo que dan las decisiones intempestivas, esa misma madrugada comenzamos a construir nuestra nueva vida. Los primeros ladrillos -ésos que forman los cimientos- fueron sexuales, como suele suceder. Lo que no pude anticipar en aquel momento, lo que no pude comprender, fue que yo también era el otro, la manera que tenía Maricel de convertir a su novio en el amor perfecto y eterno.
Pasaron los años y finalmente lo conseguimos: ahora somos dos infelices que viven recordando su Gran Amor -cada cual el suyo- en un cuarto inmundo de otro hotel barato.